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Las otras vidas
Tribuna
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La lluvia sucede en el pasado

Ahora que la aceleración del cambio climático está arruinando el espejismo de una abundancia ilimitada es necesario aprender la lección de la mesura, de los límites, de los dones comunes

La lluvia sucede en el pasado / antonio Muñoz Molina
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Aunque me esfuerzo no logro acordarme de la última vez que vi llover, o que oí la lluvia sin verla desde el interior protegido de mi casa. Durante años mi dormitorio tuvo un techo inclinado y una claraboya, y cuando llovía en mitad de la noche me despertaba en la oscuridad un rumor cercano que un poco antes había empezado a filtrarse en el sueño. Algunas veces el recuerdo de la lluvia nocturna tenía por la mañana la vaguedad de un sueño que se volvía real cuando al abrir la claraboya entraba en el dormitorio una corriente de aire fresco oliendo a tierra empapada. De todo esto hace mucho tiempo. La melancolía del soneto de Borges que acaba con una invocación piadosa de su padre ahora cobra para nosotros una exactitud de titular: “La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”. Del pasado vienen, como imágenes de postales, escenas de ciudades bajo la lluvia, de arboledas espesas en que al sonido copioso de las gotas se mezclaba el del viento o la brisa en las hojas. Algunas veces, sorprendido por la lluvia en una ciudad extranjera, he tenido la sensación de que en realidad había viajado a ella no para ver sus monumentos ni los cuadros de sus museos sino para contemplar la lluvia añorada, para empaparme de ella con los cinco sentidos, olerla y tocarla en mi cara alzada y en las palmas de mis manos, degustarla como una bebida vigorizadora. En mitad de las ruinas de los foros, las lluvias súbitas de la primavera romana. En las noches de verano de Nueva York, en las que el aire caliente adquiere un espesor de sauna, gotas de tormenta gruesas como uvas han estallado sobre el pavimento y sobre las copas de los árboles sacudidas por un vendaval que despejaba la atmósfera con los últimos coletazos de un huracán del Caribe.

De joven quise irme a países donde hubiera una libertad que aquí no existía. Con el paso de los años he tenido el impulso hacia un exilio no político pero sí climático. Llegando a Portugal, casi antes de cruzar la frontera, el paisaje ya se va suavizando y reverdeciendo, y en el horizonte se adivina una brumosa anchura atlántica. He ido hacia el aeropuerto atravesando la aridez color de calavera de las periferias de Madrid y unas horas más tarde ya estaba respirando la brisa húmeda de la desembocadura del Tajo en Lisboa, que deja un olor a mar en la ropa tendida a secar en los balcones, y luego en los armarios en los que se la guarda. En el Retiro y en el Botánico de Madrid se nota mucho el esfuerzo por mantener regadas las plantas, la amenaza de una polvorienta sequedad que está siempre acechando. En el Botánico de Lisboa, más tupido todavía porque está en una ladera que complica y profundiza las perspectivas, a uno le parece que está sumergiéndose en los bosques sucesivos de varios continentes, en espesuras asiáticas de bambú, en manglares de Luisiana, bajo palmeras verticales de los mares del Sur.

Quizás a quienes nos criamos en tierras de secano se nos ha quedado una propensión genética a la añoranza de la lluvia, una respuesta de felicidad instantánea al sonido del agua, en un arroyo o en una acequia, agua que fluye generosa en una penumbra vegetal, o permanece inmóvil como un espejo al fondo de un pozo. Cada noche mi padre, después de echar el pienso a los animales y antes de subir a acostarse, se asomaba al corral a mirar el cielo, queriendo encontrar signos de una lluvia posible, que pocas veces llegaba cuando más falta hacía, ni con la abundancia necesaria. La falta de agua era uno de los rasgos de la injusticia invariable del mundo. Cuando caía mansa y copiosa, mi padre se la quedaba mirando extasiado, desde el cobertizo donde nos protegíamos de ella en la huerta: “Es lo mismo que si estuvieran cayendo billetes verdes”, decía siempre —aquellos billetes anchos y crujientes de mil pesetas, de entonces, con su verdor vegetal de una riqueza soñada—.

El agua era un prodigio imprevisible. Caía del cielo o brotaba del interior oscuro de la tierra, de la roca muy dura, como en un milagro bíblico, de pozos y manantiales que se regían por sus propias leyes secretas. El agua era una divinidad cruel que podía bendecir el esfuerzo del trabajo igual que podía aniquilarlo. Había fuentes muy celebradas por la limpidez y la pureza de sus aguas, en parajes arbolados, frescos en verano, donde la gente guardaba turno para llenar los cántaros. El agua para el riego y para el consumo y la higiene se administraba según técnicas transmitidas al menos desde los tiempos de la antigua Mesopotamia, perfeccionadas en la Andalucía musulmana, tan eficientes en su simplicidad como el diseño de los cántaros en los que se llevaba a las casas antes de la llegada del agua corriente, que en mi provincia atrasada solo se generalizó hacia finales de los años sesenta. Fue por entonces cuando yo vi por primera vez una piscina. Su azul lujoso de cloro me sorprendió tanto como la desenvoltura de la gente ociosa que nadaba ágilmente en ella y luego se tumbaba a tomar el sol, en vez de protegerse de él, como hacíamos nosotros. Ese azul de las piscinas pronto iba a sustituir al verde turbio de las albercas de las huertas, con sus espesores de ovas en las que se mimetizaban los lomos de las ranas y sobre los que volaban las libélulas con un zumbido de temblor en las alas.

En poco tiempo desapareció aquella economía severa del agua, y también la reverencia hacia ella. La variedad de los cultivos de secano —cereal, olivar, viña— dio paso a extensiones de olivos de riego que exigían cantidades masivas de fertilizantes y pesticidas químicos. En los solares de las huertas abandonadas se construyeron chalets ilegales con piscinas y praderas de césped, que exigían mucha más agua que el cultivo perdido de las hortalizas y los frutales. Los acuíferos se fueron agotando, y se extinguió el caudal de aquellas fuentes célebres a las que la gente peregrinaba como a modestos santuarios paganos.

Nadie que haya conocido la dureza de la vida de antes quiere volver a ella. Pero hay una lección de entonces que sí es necesario aprender, ahora que la aceleración del cambio climático está arruinando en todas partes el espejismo de una abundancia ilimitada. Es la lección inmemorial de la mesura, de la conciencia de los límites, de la gratitud hacia los dones comunes, los esenciales, los que no se pueden recobrar si se pierden, ni quedar sometidas al capricho ni a la codicia, ni a la compraventa: el agua y el aire, las que durante demasiados años hemos dejado malbaratar y envenenar, por la rapacidad de unos cuantos y la negligencia de casi todos. Un vaso de agua, “un vidrio de agua fresca”, como dice Cervantes, es ya un lujo muy difícilmente accesible para una parte grande de la humanidad, y lo será más cada año tórrido que pase. Hasta en las llanuras fértiles del Po, en las que parece que no hay fronteras seguras entre el agua y la tierra, reina ahora la sequía. Ya nos cuesta imaginar una lluvia que ocurra en el presente, no en la memoria ni en los sueños. Hemos vivido el salto atolondrado de la penuria al despilfarro, y no sabemos si hay ya tiempo ni forma de alcanzar el término medio de la sensatez que haga habitable el porvenir.

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