Asesinatos de líderes indígenas: pasividad
La realidad clama una acción, tanto preventiva como de reacción, eficaz. La lenidad tiene que terminar y, de no ocurrir cambios, el sistema político debe determinar las responsabilidades que pudieran existir
El drama se repite y repite. El último asesinato ocurrió hace menos de una semana, el 8 de abril, en que el líder asháninka Santiago Camilo Contoricón Antúnez fue asesinado de un balazo en la provincia peruana de Satipo (región de Junín). En realidad, trágico “pan de cada día” en varios países de la región frente a lo cual se hace poco o nada.
Al ritmo de la inacción -o la acción deficiente- del Estado y la sociedad ésta se repite tantas veces cuantas la vida de dirigentes indígenas en Latinoamérica es amenazada o lisa y llanamente aniquilada. De acuerdo a informes de la organización Global Witness, en torno a 1.800 defensores de derechos humanos en zonas asediadas por sus recursos naturales habrían sido asesinadas en los últimos diez años en el mundo.
No se puede soslayar el hecho lamentable de que, en torno a este asunto, la mayoría de medios masivos de comunicación, acaso por ser hechos recurrentes, no le otorga mucha atención. Hago excepción en ello de EL PAÍS (América) y de La República (LR) de Perú, medios a los que sigo diariamente que sí tratan este drama con tanta frecuencia como éste se presenta. Así, la portada del pasado martes 11 de abril de LR destaca este drama como su titular de portada acompañándolo con la fotografía de 20 “líderes indígenas asesinados con total impunidad” en el Perú.
Lo que hoy ocurre es dramático y a ratos parece guardar semejanza con etapas históricas en los que intereses predadores -tanto durante la colonia como después de ella- hicieron de los indígenas objetivos a abatir para apropiarse de sus territorios. En eso, con otras modalidades, se está ahora.
Si las imágenes narradas con dramatismo por Bartolomé de las Casas o fray Bernardino de Sahagún sobre la conquista española y el avasallamiento de los derechos de los pueblos indígenas eran terribles, al fin, eran “cosas del pasado colonial”. En plena república, el “genocidio del Putumayo” por la Casa Arana en la explotación del caucho en Colombia/Perú (ríos Putumayo/Caquetá) en el período 1879-1912 fue otra historia de horror, masacres, esclavitud y abusos.
Pero el horror continúa. Bajo otras modalidades en pleno siglo XXI destacan dos asuntos en este panorama desolador.
En primer lugar que, si en el pasado colonial y republicano la “masa” indígena como tal parecía ser el objetivo a abatir y someter directamente, para convertirla en fuerza de trabajo asalariada o esclavizarla, en la actualidad el objetivo son los dirigentes indígenas defensores de los derechos de sus pueblos y los territorios que representan. Porque el objetivo, intimidando o asesinando dirigentes, que busca esencialmente generar terror para ocupar territorios o apropiarse de ellos para sembrar plantas de coca, la extracción forestal predadora o la minería ilegal del oro.
Ese es el panorama dentro del que, por ejemplo, en los últimos diez años, 322 personas han sido asesinadas en Colombia por su trabajo dirigencial y de representación para defender la tierra y el medioambiente. Sobre el Perú Global Witness ha registrado al menos 51 asesinatos de dirigentes indígenas defensores de derechos humanos entre 2012 y 2021. De acuerdo al reciente informe de la organización peruana Proética entre abril de 2020 y abril de 2022, 21 personas defensoras fueron impunemente asesinadas o desaparecidas cuando estaban actuando en contextos de defensa de sus derechos en la amazonía. Caso excepcional dentro del marco de la extendida impunidad es la condena por la justicia peruana a 28 años y tres meses de cárcel a los cinco acusados del asesinato, ocurrido en setiembre del 2014, de cuatro líderes indígenas en la comunidad de comunidad nativa Alto Tamaya Saweto, distrito de Masisea (Ucayali).
En segundo lugar, es visible y lamentable la inacción o, en el mejor de los casos, actuación deficiente de los Estados. En mayor o menor medida, sean México, Honduras, Colombia o Perú, las medidas preventivas o de protección son inexistentes o deficientes, así como las posteriores de investigación y sanción. Dentro de esas condiciones difíciles y de acción estatal, lo que la realidad clama es una acción, tanto preventiva como de reacción, eficaz. La lenidad, pues, tiene que terminar. De no ocurrir cambios, el sistema político debe determinar las responsabilidades políticas, administrativas o penales que pudieran existir.
Algo se ha hecho pero sin mayor impacto. En el Perú, por ejemplo, se creó el 2019 un mecanismo interinstitucional en el Gobierno central para abordar el problema de la violencia creciente contra las personas defensoras, agrupando a nueve entidades del poder ejecutivo con una serie de obligaciones en materia de prevención y protección. De acuerdo con lo expuesto en el informe de Proética, si en el Ministerio de Ambiente se creó -correctamente- la Unidad Funcional de Delitos Ambientales (UNI-DA), el sistema institucional en su conjunto esta signado por una serie de falencias y deficiencias en su funcionamiento. Por ejemplo, en el Ministerio del Interior -clave en el tema de la seguridad- no se ha elaborado el protocolo de actuación sectorial. Sería importante asegurar que un mecanismo como este se refuerce, funcione debidamente y se adopten acciones como las que se sugiere en el informe de Proética.
Sin perjuicio de ello, debe tomarse en cuenta, a la vez, que, junto a esa maraña de intereses oscuros, ilegales y predadores, puede haber proyectos empresariales limpios y legítimos. Por ejemplo, en el ámbito forestal. Estos pueden ser aliados de las buenas causas para promover espacios de respeto recíproco y de protección del medio ambiente en el que puedan coexistir los pueblos indígenas del lugar junto con proyectos empresariales serios. Este no tiene que ser considerado in genere como predador como experiencias positivas en otros lares lo demuestran. La madera, por ejemplo, es una de las principales exportaciones de Finlandia. Chile, por su lado, es el exportador de madera aserrada número doce en el mundo y desde zonas que no están siendo depredadas.
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