La lejana paz en Ucrania
No es realista pensar en una negociación a corto plazo que ponga fin al conflicto, porque los contendientes aún aspiran a mejorar su posición de fuerza y por los intereses creados alrededor de la tragedia sobre el terreno
Al margen de los deseos de paz que podamos albergar internamente, Ucrania es hoy sinónimo de guerra. Y lo mismo ocurre si miramos al mañana inmediato. Solo si extendemos la mirada más allá del final de este año se puede vislumbrar un panorama distinto, sin olvidar en ningún caso que la paz que pueda alcanzarse, tras el convencimiento mutuo entre los combatientes de que ninguno está en condiciones de imponer totalmente su dictado, no tiene por qué ser definitiva, como desgraciadamente ocurre en más del 40% de los acuerdos alcanzados en los conflictos activos en la actualidad en diversos rincones del planeta. De hecho, algo así ocurrió ya en 2015 en la propia Ucrania, cuando los acuerdos de Minsk hicieron pensar por un momento que era posible un cese de hostilidades y hasta una paz duradera.
La fase actual del conflicto descarta cualquier posibilidad de un alto el fuego, sin que los acuerdos puntuales de intercambio de prisioneros o de comercialización de cereales permitan pensar lo contrario. A lo largo de los más de 1.000 kilómetros de frente se suceden diariamente los combates, junto al bombardeo sistemático (aunque de una intensidad menor a la vista hace apenas dos meses) de poblaciones ucranias y la réplica selectiva de Kiev contra objetivos militares en territorio ruso. Ninguno de los dos bandos enfrentados emite la más mínima señal de apaciguamiento, aunque la realidad sobre el terreno muestra que la guerra ha entrado en una etapa de estancamiento. Por un lado, las fuerzas ucranias siguen mostrando una extraordinaria capacidad operativa, pero han dejado de contar con la iniciativa que tuvieron en otoño pasado. Por otro, desde la última semana de enero Moscú ya está inmerso en una nueva ofensiva, con entre 20 y 30 ataques diarios, pero sin que hasta el momento haya logrado romper las líneas defensivas de Kiev en ningún punto del frente (Bajmut incluido).
En el horizonte inmediato (probablemente antes de que termine abril) se perfila ya el inicio de la ofensiva ucrania, en un intento de seguir recuperando territorio en el conjunto de los cuatro oblast que Rusia se anexionó formalmente el 5 de octubre (Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk) y con Crimea en mente. De manera cada vez más visible se suceden noticias sobre la finalización de los procesos de instrucción de militares ucranios en territorio de países de la OTAN —no solo dotaciones de carros de combate, sino también pilotos de avión y mecánicos—, así como anuncios de entrega de material sofisticado. Los compromisos establecidos elevan la cifra hasta los 256 carros de combate y Polonia y Eslovaquia ya hablan sin reparos de aviones MIG-29, a la espera de que la lista aumente con F-16 y similares. Todo ello significa, en términos políticos, que el presidente Zelenski sigue convencido de que por la vía de las armas aún puede mejorar sustancialmente sus opciones de victoria y, en consecuencia, hasta que dicha ofensiva no termine por darle la razón o quitársela no cabe imaginar que Kiev vaya a cambiar de rumbo, aceptando poner en marcha un verdadero proceso de negociación.
Y eso no ocurrirá, como mínimo, hasta el próximo otoño, cuando, en función del grado de voluntad de los aliados occidentales de Kiev para suministrarle lo que demanda y del rendimiento de sus soldados en el campo de batalla, Ucrania podrá valorar si aún le queda margen de maniobra para obligar a Moscú a poner la rodilla en tierra o si, por el contrario, se ve obligado a negociar algún tipo de paz. Una incógnita que Putin tampoco podrá despejar hasta ese momento, contando con que lo más probable es que hasta entonces seguirá insistiendo en la clásica estrategia rusa de reiteración de esfuerzos, aprovechando su superioridad demográfica, con la intención de doblegar a su enemigo por aplastamiento.
Visto desde el exterior, nada apunta a que esa deseable paz vaya a llegar por la victoria inapelable de alguno de los contendientes. Ucrania, ni siquiera con todo el apoyo que pueda prestarle el Grupo de Contacto de Ramstein (más de cuarenta países), puede pensar que logrará por las armas que Rusia renuncie a un interés vital tan notorio como la península de Crimea. Rusia, una vez vista la escasa operatividad de sus tropas y aunque decidiera emplear armas nucleares tácticas (algo muy improbable), tampoco puede esperar que Ucrania se rinda, sabiendo que eso significaría su desaparición como Estado soberano bajo la égida de Moscú. La clave está, por tanto, en determinar si hay algún punto de confluencia de ambas agendas.
Para llegar hasta ahí no faltarán mediadores y facilitadores que, con mayor o menor buena fe, busquen frenar la enorme tragedia que está provocando la invasión rusa. Pero ninguno de ellos tiene la capacidad para forzar a los contendientes a tomar una decisión que contravenga sus intereses vitales. Y mucho menos si, como resulta bien evidente, algunos tienen también intereses en que la guerra se prolongue por un tiempo. Así cabe pensar, por ejemplo, tanto de Washington como de Pekín, una vez que asumimos que la ONU ha quedado invalidada para cumplir su función esencial de garantizar la paz y la seguridad planetaria. Parece claro que para el primero, además de un buen negocio, la guerra es una buena ocasión para debilitar a Rusia, aprovechando el error de Putin al haberse metido en el pantano ucranio, actuando por interposición a través del apoyo económico y militar a Kiev. Para el segundo, la implicación de Estados Unidos en ese escenario le permite aliviar la presión de Washington en el Indo-Pacífico, al obligarle a diversificar sus esfuerzos mientras Pekín sigue moviendo sus peones en la zona. También le sirve para provocar el cansancio del mundo occidental mientras elucubra sobre lo que pasaría si decide hacer algo similar con Taiwán.
Nada de eso quiere decir que no se vayan a lanzar iniciativas de paz. A la espera de que los Veintisiete se decidan en algún momento a presentar alguna propuesta que acompañe al menos a su creciente activismo en el campo militar, la más notoria es la que China plantea ahora mismo en su afán por reforzar su imagen de pacificador global. Pero cualquiera de ellas, incluyendo la que Lula da Silva o cualquier otro pueda plantear, volverá a chocar con la cruda realidad de que los contendientes no están receptivos. Basta con pensar en que, por muy racional que pueda parecer desde fuera, una fragmentación de Ucrania que deje a Moscú controlar la península de Crimea y un corredor terrestre que la una con Rusia, convencidos de que Zelenski y los suyos no tienen medios suficientes para expulsar a todos los rusos de Ucrania y que es necesario poner fin a la sangría humana y a la destrucción del país, resulta absolutamente inaceptable para Kiev.
Por eso, siendo realistas, tan solo cabe esperar que en algún momento ambos contendientes digan comprometerse en un ejercicio de negociación que, en el fondo, tendrá más de marketing diplomático que de verdadero deseo de poner fin al conflicto. En otras palabras, convertir la negociación en un fin en sí mismo, tratando de convencer a propios y extraños de la buena voluntad propia por dejar las armas y de la mala fe del contrario. Todo, mientras la tragedia continúa.
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