¿Es reaccionaria la nostalgia?
Abundan esos nostálgicos de pacotilla que rememoran aquella libertad que dejaba sitio a los chulos para robársela a los débiles o socialmente excluidos
Nostalgia. Pronuncio la palabra y se me viene un tango a la mente: “Nostalgia / de escuchar su risa loca / y sentir junto a mi boca / como un fuego, su respiración”. También recuerdo el bello libro de memorias de Simone Signoret, La nostalgia ya no es lo que era. Las palabras que definen sentimientos dan sentido a la música popular, a la poesía, se cuelan en la literatura sensiblera pero también la más noble. La nostalgia ronda Una mosca en la sopa de Charles Simic, en donde el poeta, a través de la narración de su infancia, nos transmite la añoranza por un país que ya no existe, la antigua Yugoslavia. Y no es otro sentimiento que el de la nostalgia el que impera en El mundo de ayer, de Stefan Zweig. El bolero suele impregnarse de nostalgia para que solo tarareándolo sintamos ya el peso del tiempo perdido, de los recuerdos que nos alimentan en un presente del que han desaparecido amores, seres queridos o la pura juventud. Es curioso que los más jóvenes de esta sociedad nuestra están practicando la nostalgia mucho antes de que lo hiciera mi generación y es, aventuro, por la falta de expectativas que advierten en su porvenir, algo que choca frontalmente con cómo transcurrieron los años de su infancia, tal vez la última niñez despreocupada, rica en recursos y promesas, ajena al discutible paraíso digital, libre de esa ansiedad prematura que ahora afecta a tantos niños, a los que queremos preparar demasiado pronto para la dureza del futuro, que no es otro que el mercado laboral.
Es triste que la palabra nostalgia, que no ha de tener siempre un sentido negativo, haya sido colonizada una vez más por su inevitable connotación política. Hay nostálgicos de una presunta libertad de expresión que se gozaba en los ochenta, en los noventa, cuando se practicaba sin contestación ni temor la burla a maricones, mujeres maltratadas, sidosos, personas de otros colores, de otros acentos, a gitanos, a mujeres no agraciadas o simplemente idiotas. Siempre la burla al que no encajaba o a sectores despreciados. Si alguien se encontraba fatalmente siendo protagonista de uno estos lances de humor, lo sufría casi con el convencimiento de que se lo tenía merecido, porque la risa general acreditaba la legitimidad del escarnio. Con las mujeres lo tenían fácil, con desacreditarnos intelectualmente ya te intentaban callar la boca. Abundan esos nostálgicos de pacotilla que rememoran aquella libertad que dejaba sitio a los chulos para robársela a los débiles o socialmente excluidos.
Lo penoso es que damos tanto espacio a la nostalgia reaccionaria que no escuchamos las razones que otros tienen para sentir un noble dolor de corazón por la pérdida de paisajes y formas de vida. En La nostalgia de la belleza, del escritor italiano Raffaele La Capria, que nació en 1922 y murió en 2022, todo un siglo siendo testigo de la deriva del mundo, explica con una claridad iluminadora lo que es para él, y personas como yo pueden incluirse aunque naciéramos varias décadas más tarde, este concepto tan discutido: “Es un sentimiento que proviene de una experiencia traumática vivida por mi generación, solo por la nuestra, en la historia de la humanidad. Solo nosotros hemos experimentado, en el breve arco de una vida, el tiempo en que la Naturaleza (el mar, el cielo, la tierra) era la misma que había sido siempre a lo largo de milenios, y el tiempo en que ha dejado de serlo, y está enferma, sufriente, sin alma, como el fondo del mar”.
Tenemos un problema al reducir las palabras a un sentido puramente partidista, porque sin su capacidad para definir los sentimientos las vaciamos de su razón de ser. Y las razones para sentir nostalgia no son siempre turbias e interesadas, también responden a lo más hondo de ser humano, como aquellos versos de Agustín García Calvo: “Solo de lo negado canta el hombre, / solo de lo perdido, / solo de la añoranza, / siempre de lo mismo”.
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