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IDA Y VUELTA
Columna
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La hermandad del sentido común

Escritores como Raffaele La Capria animan a mirar con ojos propios, no con los anteojos prestados de las ideas de otros

Antonio Muñoz Molina
El escritor italiano Raffaele La Capria, en 1980.
El escritor italiano Raffaele La Capria, en 1980.Marcello Mencarini (Leemage)

Casi hasta ayer mismo no sabía nada de Raffaele La Capria y hoy lo leo como si escuchara una voz familiar y reconociera en ella la cordialidad de un amigo. La Capria, que cumplirá pronto 100 años, ha escrito novelas, autobiografías, ensayos, incluso guiones de algunas películas italianas memorables de Francesco Rosi, pero yo solo conozco de él un libro breve y luminoso, La mosca en la botella. Elogio del sentido común, traducido y anotado cuidadosamente por Salvador Cobo. Empecé a leerlo hace solo unos días, y como tiene poco más de 100 páginas y está escrito como a rachas, en fragmentos, en anotaciones sucesivas de diario, me gusta unas veces abrirlo al azar y otras volver al principio y seguir leyendo en un orden que nunca es rígido ni lineal, ni mucho menos argumentativo. En algún momento La Capria cita el último libro de Rousseau, Divagaciones del paseante solitario. Hay mucho de esa libertad reflexiva en cada una de estas páginas, una elección de estilo que se corresponde con una actitud moral, la de dejar que las cosas, las ideas, vayan sucediendo a su aire en lugar de imponerles una dirección autoritaria, y también la de observar la realidad con una especie de cortesía, de cautela, procurando apreciarla con la mayor claridad posible, sin imponerle los moldes del prejuicio ni someterla a la niebla de las abstracciones intelectuales, de las temibles generalizaciones de la filosofía o de la ideología, o de esos saberes o pseudosaberes académicos que consisten sobre todo en el manejo de una jerga impenetrable.

Leo a La Capria con la alegría y la gratitud del descubrimiento. Cada nueva admiración ensancha el espíritu. Lo leo y, aunque él no los citara, reconozco muy pronto la huella de otros escritores que pertenecen a la hermandad antigua y dispersa del sentido común: Montaigne, Stendhal, Chéjov, Orwell. Lo que distingue a cada uno de ellos es la obstinada decisión de no dejarse arrastrar por ningún delirio; de enfrentarse, en palabras de Orwell, a la tarea tan difícil de mirar aquello que está delante de los ojos: “No las grandes verdades cuyos secretos solo se revelan a unos pocos”, dice La Capria, “sino las múltiples, pequeñas y obvias verdades que tienen lugar ante nuestra mirada, a la vista de todos, y que en cambio se pretenden negar”. El sentido común sería un ángel de la guarda que debe acompañarnos siempre y advertirnos de los espejismos cada vez más perfeccionados que nos impiden ver las cosas como son, las coacciones exteriores y muchas veces íntimas que nos empujan a aceptar lo inaceptable y a no saber distinguir entre la palabrería y la sabiduría. La Capria escribe en la Italia de los años noventa, cuando todavía eran recientes las tremendas borrascas ideológicas y las secuelas del 68, con toda la fantasía palabrera y sanguinaria de las Brigadas Rojas, con toda la impostura intelectual que venía de París, y que envolvía cualquier experiencia, pública o privada, cualquier sensación, cualquier proyecto político, cualquier libro o película o pieza de arte en un guiso verbal de marxismo, estructuralismo, psicoanálisis, nihilismo, etcétera. Escribe La Capria: “La conceptualización convencional de todo lo cognoscible y hasta de la vida misma en fórmulas, preceptos y simplificaciones (a veces atroces) camina de la mano del autoritarismo. Es siempre una élite dominante culturalmente la que promulga fórmulas, preceptos y simplificaciones donde se compendia todo aquello que se debe pensar y hacer para ser normales, o para ser transgresivos dentro de la normalidad”.

El sentido común no es la aceptación aburrida de lo que se da por supuesto, sino la interrogación atenta y con frecuencia irónica de muchas cosas que parecen evidentes y resultan no ser más que embustes aceptados

El ángel de la guarda del sentido común lo anima a uno a mirar a las personas y las cosas con sus propios ojos, no con los anteojos prestados de las ideas o los conceptos de otros, de los que mandan, de los que gritan más, de los que dictan la moda; y también a esforzarse a decir lo que tiene que decir con sus propias palabras, no con los términos infecciosos que de pronto repite todo el mundo. El ejercicio del sentido común es una tarea solitaria y una rebeldía privada, pero en vez de aislarlo a uno en la extravagancia del malditismo o de la soberbia resulta que lo acerca a la comunidad extensa de los otros, los que no sienten la necesidad de fingir sus gustos ni impostar sus opiniones: “Referirse al sentido común significa esforzarse por restablecer el equilibrio entre las cosas y los sentidos que las perciben, con el fin de no sentirse separado de ella, separado de esa sensibilidad que básicamente nos pertenece a todos, y que, si bien está distribuida en dosis distintas, todos compartimos”.

El pseudoexperto que vigila con celo el campo mínimo de su especialidad nos asegura que solo él dispone de los elementos de juicio necesarios para apreciar una obra de arte, un libro, una situación política. El ideólogo quiere imponer no solo los mandamientos de su dogma macizo, sino también las palabras con las que han de nombrarse las cosas. El dirigente o el charlista político busca marearnos y abrumarnos con su palabrería, y está dispuesto a afirmar bajo juramento que lo blanco es negro, que la corrupción es honradez, que la opresión es libertad. La Capria habla de Italia en los noventa, pero lo que dice suena como si estuviera escrito para nosotros y ahora mismo: “La impecable, irreductible, diabólica presunción conceptual de tantísimos intelectuales italianos custodia la mentira política e ideológica con más solvencia que la caja fuerte de un banco”.

El sentido común nos hace escépticos, pero no cínicos, porque si nos enseña los límites inevitables de la inteligencia y de las capacidades humanas también nos hace conscientes de la diferencia entre la verdad y la mentira y de la valiosa singularidad de cada persona y de cada experiencia concreta. El sentido común no es la aceptación aburrida de lo que se da por supuesto, sino la interrogación atenta y con frecuencia irónica de muchas cosas que parecen evidentes y resultan no ser más que embustes aceptados. Como nos enseña a no saberlo todo de antemano, el sentido común nos sume con frecuencia en la incertidumbre, y también en el asombro. Nos hace templados y nos radicaliza. Nos puede volver pragmáticos y a la vez subversivos. Nos hace sensibles y respetuosos hacia las diferencias y sin embargo nos anima a ponernos de acuerdo en cosas esenciales, en mejoras concretas para la mayoría. Leyendo a Raffaele La Capria uno comprende con alarma que la falta de sentido común que se ha adueñado en estos últimos meses de la vida pública española es tan desoladora y ya tan amenazante como la que él denunciaba en la Italia de 1996.

La mosca en la botella. Elogio del sentido común. Raffaele La Capria. Traducción de Salvador Cobo. Ediciones del Salmón, 2019. 147 páginas. 13 euros.

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