El hombre del saco estuvo en Lardero
Hay en nuestra memoria algún recuerdo inquietante de la niñez: ese momento en el que nos separábamos del grupo para acudir dóciles al requerimiento de un adulto que nos llevaba a un aparte, ¿qué habría ocurrido si finalmente no hubiéramos sentido el impulso de salir corriendo?
No faltando asuntos en esta convulsa actualidad con capacidad de quitarnos el sueño, solo hay uno que ha entrado en mis pesadillas esta semana: el cuento de terror protagonizado por Francisco Javier Almeida, el hombre del saco, el sacamantecas, el cazador de almas inocentes, el tipo oscuro que desde su ventana observa cada día cómo juegan las criaturas en la calle para encontrar el momento de bajar al parque, engatusar a una de ellas con alguna promesa y llevársela al país de irás y no volverás. La víctima de su crueldad fue Álex, un niño de nueve años, que accedió a irse con aquel desconocido que le prometía enseñarle unos pajaritos. Todo fue un visto y no visto. Ocurrió tan rápido que estuvo a punto de no suceder. Los vecinos de Lardero ya habían alertado hacía tiempo de la presencia del hombre extraño, de tal forma que una niña perspicaz de 11 años que jugaba en la plaza dio la señal enseguida de la ausencia de uno de ellos y el portal del secuestrador fue señalado tan pronto que al pequeño Álex aún le quedaba algo de aliento. En estos días los padres han tenido que revivir, en el juicio, los detalles de la agresión brutal con la que su niño fue arrastrado al otro mundo, y se han visto obligados a escuchar el relato del hombre que les ha convertido en muertos en vida. Somos muertos en vida, dijo el padre de Álex, y el juez tuvo la delicadeza de pedir que las preguntas no hurgaran en esa herida que jamás va a curarse.
Creemos con la mejor voluntad que podemos ponernos en la piel de aquellos que tan inconsolable dolor sienten, y al tiempo comprendemos que hay un abismo que nos separa: la evidencia de que nuestros hijos no han sido asesinados. Solo nos queda cumplir el papel del acompañamiento, y no eludir por cortedad la conversación con quienes han sufrido una herida semejante.
Hay en nuestra memoria algún recuerdo inquietante de la niñez: ese momento en el que nos separábamos del grupo para acudir dóciles al requerimiento de un adulto que nos llevaba a un aparte. ¿Qué habría ocurrido si finalmente no hubiéramos sentido el impulso de salir corriendo? Hay extraños episodios en la infancia a los que de vez en cuando tratamos de buscarles sentido e incapaces de hallarlo nos conformamos con sentir un alivio retrospectivo por haber sabido escapar a tiempo. ¿De qué tratan los cuentos antiguos sino de criaturas inocentes que ven su existencia amenazada? Hay en muchos de ellos connotaciones sexuales que de niños no advertíamos, pero que se hacen visibles en la lectura adulta. Cumplían el papel pedagógico de la advertencia, de estar alerta cuando se nos presentara un hombre turbio, engatusador, de suspender nuestra confianza en el mundo. Del flautista de Hamelin a Pinocho, los cuentos hablaban del mal tanto como de la valentía y de la inteligencia de los niños que finalmente acaban escapando de quienes se los quieren comer, vender a un circo o tirar por un barranco. De niña, me aterraban tanto como los disfrutaba enfermizamente; ahora, cuando le leo alguno a mi pequeña Leonor pienso a veces si no son demasiado crueles; pero la realidad es que ella comparte esa clásica visión moral de un mundo en el que ganan los buenos y el malo es severamente castigado. De lo que no me cabe duda es de su extraordinario valor simbólico, saben describir sin retórica la estricta diferencia entre el bien y el mal y no suelen mostrar compasión alguna hacia quien lo provoca.
El relato de lo sucedido en Lardero ahí queda, vertido en el juicio que ha condenado al asesino. No puede haber justicia sin descripción de los hechos. Ahora esos padres vuelven a su vida, que ya no será la de siempre. No puede hacerse más, tan solo pronunciar esas viejas palabras que no por repetidas carecen de hondura: os acompañamos en el sentimiento.
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