La nostalgia ya no es lo que era
A mí la nostalgia me suele dar vergüenza. Será un problema mío. Será. Me pasa cuando escucho a un escritor, a un poeta, a un director de cine. Como vea que se les dibuja en la cara una sonrisa al hablar de su pasado, sufro. Esa sonrisa que nace de los recuerdos es lo que yo denominaría "sonrisa en sepia". Una especie de ternurismo que resumiremos en esta escueta frase: "No teníamos váter pero, ay, qué felices éramos". Muy bien, yo prefiero el váter. ¿Puede ser una carencia emocional? Puede. Pero ya es tarde para corregirme. Hablando en plata, detesto la nostalgia. Por eso, aunque no entiendo la vehemencia con la que algunos intelectuales critican Cuéntame (yo no la veo más que como puro entretenimiento), sí que hay algo en el envoltorio de la serie que me parece edulcorado. Es el sepia, el sepia del pasado. Pero ya digo que este rechazo mío a la ensoñación evocadora debe ser más incapacidad que ventaja, porque me ha impedido disfrutar, por ejemplo, de películas como Cinema Paradiso, que buenos amigos cinéfilos tienen en tan gran estima. Yo necesito que el recuerdo vaya aderezado con unos toques de mala leche para que no me empalague. En realidad, sólo comprendo la nostalgia que provoca la pérdida de un ser querido o aquella incurable que se produce cuando uno es expulsado de su país. Lo demás, hasta el tiempo y su huella, hay que aceptarlo o sufrirlo sin lloriqueos. Pero entre todas las nostalgias posibles, yo salvo una que me parece más curiosa o menos egocéntrica, me refiero a aquella que nos hace nostálgicos de épocas que no podemos recordar porque ni tan siquiera habíamos nacido. A mi generación, el cine le alentó una nostalgia muy bella, la de los años cuarenta y cincuenta, no en España, claro, porque ninguna persona sensata sentiría nostalgia de la España de aquella época, sino en América. Es la nostalgia de una determinada estética, muy amanerada, por otra parte, porque en la realidad había una abismal distancia entre las actrices, que eran entonces de una belleza casi sobrenatural, y las mujeres reales, algunas de las cuales, por cierto, pueden verse estos días en la Fundación Mapfre de Madrid, en imágenes de los mejores fotógrafos norteamericanos. La época era en sí elegante y fotografiable, pero los labios rojos pintados en forma de corazón que tan bien le sentaban a Lauren Bacall, no lucían igual en esa mujer ensimismada a la que una larga jornada de trabajo le ha desdibujado el contorno y le concede un aspecto de derrota. Nuestra nostalgia estaba generada por la Bacall, y lamento mucho no haberme atrevido a decírselo, cuando me recibió en su casa del edificio Dakota: "Usted, señora Bacall, es mi nostalgia. Usted y su difunto marido, y su segundo difunto marido, y su amiga Katherine, y su largo etcétera". En esta categoría de nostalgia que proviene de tiempos que no se han vivido y por tanto se pueden mitificar, me encuentro ahora con esa nostalgia tan sorprendente que está provocando YouTube. Para la gente más joven, YouTube no sólo ha roto con las fronteras del pasado y del presente, sino que está contribuyendo a conformar una generación curiosa y ecléctica, capaz de mirar el pasado de sus padres con un gran sentido del humor. Es precisamente esa España kitsch que nosotros detestábamos la que a ellos más gracia les hace, y no hay joven, leído o no, que pise una fiesta sin saberse canciones de Nino Bravo, Raphael o Rocío Jurado. Vuelven Salomé, Palito Ortega, los festivales de Eurovisión (pre-Chikilicuatre), Los Diablos o Fórmula V. Supongo que disfrutan la mezcla de horterada, catetez, patilla larga, inocencia y chundachunda, aparte de que, como ocurre en las bodas, todo es infinitamente más divertido si uno no es el protagonista. Para ellos, por fortuna, esa España casposa y chocante está desvinculada del franquismo, se queda en algo más casero: la juventud de los padres. Estas cosas me rondaban la cabeza viendo el espectáculo del grupo Animalario, Urtain. Eran jóvenes en su mayoría los que poblaban los asientos y no tenían pinta de ignorar todas las referencias culturales con las que Juan Cavestany ilustra la vida del boxeador. Imagino que muchos de ellos, antes o después del teatro, teclearían el nombre del Tigre de Cestona en el ordenador para ver la cara real de aquel pobre desgraciado, incluso la cara que se le quedó una vez que su cuerpazo se reventó contra la acera (también está). Yo vi al Morrosko boxear. Los niños de antes, ya se sabe, nos educamos inmersos en la gran sensibilidad de la época: encierros taurinos y boxeo televisado, todo aderezado con mucho humo de ambiente. Yo le servía un coñac a mi padre y de camino al sofá metía la nariz en la copa: "Algún día —soñaba— toda esta copa será mía". A día de hoy, cumplido aquel sueño infantil por activa y por pasiva, me hace gracia que nuestro pasado sea para otros tan remoto y singular. Los actores que aparecen en la obra no debieron vivirlo y, sin embargo, qué bien interpretan a aquellos otros españoles. En el centro de todos ellos, Roberto Álamo, ese prodigioso actor cuya envergadura asusta y enternece. Es, literalmente, Urtain. Da pena. Y la pena es la mejor cura contra la nostalgia.
Esa sonrisa que nace de los recuerdos es lo que yo denominaría "sonrisa en sepia", una especie de ternurismo
YouTube está ayudando a conformar una generación curiosa y ecléctica que mira el pasado con humor
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