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Peligro, hielo quebradizo

La autora de ‘Chicas e instituciones’, antibelicista, exiliada y acusada por el régimen de Putin de ser una “agente extranjera”, reflexiona sobre la aplastante acción de la maquinaria propagandística en la vida rusa

Tribuna Serenko 26/02/23
NICOLÁS AZNÁREZ

Es innegable que reflexionar sobre un texto propio es, en cierto sentido, como jugar en casa, pero un año después de la publicación de Chicas e instituciones en ruso soy consciente de que puede ser necesario, especialmente una vez que ha sido traducido. Ha sido el año de la invasión militar a gran escala de Ucrania, un año de genocidio ucranio y de escalada de la dictadura militar en Rusia. Y ahora, además, el libro es el de una rusa emigrante, agente extranjera que pertenece a la resistencia feminista rusa contra la guerra. La catástrofe, obviamente, no tuvo lugar de la noche a la mañana ni surgió de la nada: no faltaban los indicios del avance del fascismo ni del giro hacia la ultraderecha. Antes, cuando alguna de nosotras —activistas opositoras o feministas— decíamos que el régimen putinista era fascista, no era extraño que se riesen de nosotras y nos tildasen de alarmistas. Es terrible haber acabado en una realidad que da la razón a los alarmistas.

Chicas e instituciones trata del trabajo de las mujeres en las instituciones culturales del Estado ruso. Lo escribí en el año que precedió a la invasión. Al repasarlo hoy, me doy cuenta de que está plagado de presentimientos catastróficos camuflados por mi humor nervioso y mi murmullo poético. La cultura que el aparato estatal putinista pretende instaurar a la fuerza entre la población es un espejo del régimen político, pero de un tipo en el que el reflejo se ha desincronizado del objeto; un reflejo que, desafiando las leyes de la física, surge con una ligera antelación para avisarnos: “Peligro, hielo quebradizo”.

El Ministerio de Situaciones de Emergencia hizo circular esta advertencia entre los distintos organismos para que la expusiéramos en los mostradores, y así pasó a ser una expresión de culto en nuestro pequeño colectivo de trabajadoras: se convirtió en un eufemismo de la censura y la escalada de la locura administrativa. Por aquel entonces, por supuesto, ni imaginábamos lo lejos que llegaría esa escalada: en los museos en los que antes montábamos exposiciones sobre la historia de las vanguardias soviéticas, ahora hay oficinas de reclutamiento militar, mientras que a muchas mujeres las han despedido por firmar peticiones en contra de la guerra y participar en protestas, o por negarse a distribuir propaganda “Z” —la letra Z estaba pintada en los blindados que protagonizaron la invasión de Ucrania y se ha convertido en un símbolo político— en sus instituciones.

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Me vienen ahora a la cabeza dos fragmentos del libro. El primero, un pasaje sobre el concurso de belleza progubernamental Miss Cultura, que gana una participante de ojos y cabello claros quien en la ronda de preguntas da respuestas “correctas” (esto es, consensuadas) a las cuestiones sobre Crimea, ocupada por Rusia. Es un texto sobre el nacionalismo y el imperialismo ruso en relación con los representantes de los pueblos colonizados y las repúblicas nacionales. La cultura burdamente reducida a “rusa” y que ignora su pasado colonial es portadora de genocidio y tiranía. Las participantes del concurso no comprenden que sus blusas bordadas son atributos culturales ucranios y bielorrusos, y no rusos, por lo que sus trajes “tradicionales rusos” son un fake y una apropiación absolutos. La narradora menciona de pasada que su aspirante favorita era la joven vestida de tártara de Crimea. Esta referencia no es gratuita: los tártaros de Crimea han sido y son víctimas de represiones masivas en Rusia, y durante la Unión Soviética más de una vez sufrieron deportaciones y perdieron su hogar. Entre los presos políticos rusos hay muchos activistas representantes del movimiento anticolonial de los tártaros de Crimea. En el curso de la guerra actual, los representantes de las repúblicas nacionales han denunciado que la movilización en sus regiones se ha diseñado como una limpieza étnica: buriatos, yakutos, tuvanos, chechenos… son raptados y enviados al frente a luchar por el llamado ruski mir, un concepto cultural, geopolítico y religioso que en la actualidad se asocia a la tesis del Gobierno de que “lo ruso” se extiende más allá del territorio de la Federación. A quienes se niegan a matar y convertirse en criminales de guerra se les encarcela y somete a torturas.

El segundo fragmento, que versa sobre la obligación de todas las instituciones de organizar una celebración en clave “patriótico-militar” para el 9 de mayo —aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial—, anticipa el futuro triunfo del militarismo. “En nuestra programación anual figura un acto sobre la guerra y la victoria, pero nosotras no podemos continuar celebrando actos sobre la guerra y la victoria. Estamos cansadas de guerrear y vencer, ver y callar. Hace mucho que queremos hacernos las muertas. Dejadnos morir”. Putin ha dedicado muchos esfuerzos a convertir el mito de la Segunda Guerra Mundial y la Gran Victoria sobre el fascismo en una idea nacional. En esa construcción ideológica ensarta nuevas guerras y su justificación: “Debéis ir a Ucrania para vencer al fascismo del mismo modo que vuestros bisabuelos vencieron a Hitler”. Durante años hemos observado de qué maneras se inculcaba esa Gran Victoria, y que el frenesí militarista se adueñaba del Día de la Memoria y el Duelo (22 de junio, aniversario del inicio de la invasión alemana de la Unión Soviética) con niños desfilando con el eslogan “podemos repetirlo”, dirigido como una amenaza a Occidente. El Departamento de Cultura nos encomendaba cada vez más actos patriótico-militares, y nosotras hacíamos lo posible por resistirnos. El régimen putinista se enfoca hacia el pasado; un pasado que, para colmo, nunca existió. Los parlamentarios rusos se han propuesto luchar por los “valores tradicionales” sin que les suponga el menor problema que esas “tradiciones” fueran inventadas hace no tanto por los asesores políticos de Putin.

Al releer mi texto un año después, recuerdo cómo era absorber lo que sucede, interiorizarlo, impregnarte de ello a través del oxígeno y el agua. “Se me hace cada vez más difícil odiar a mi Estado”, dice mi protagonista al cabo de unos meses de trabajar en las entrañas estatales. Este pasaje no trata del sometimiento de la voluntad o de cómo un sujeto muta en un objeto: de lo que aquí se habla es de la metamorfosis parcial que experimentamos nosotras como entes que hacían posible el funcionamiento de un sistema determinado. Ahora bien, las transformaciones pueden no ser las esperadas: a mis amigas y a mí el choque con la maquinaria estatal nos ha convertido en activistas feministas y antimilitaristas, en disidentes, en agentes extranjeras, en represaliadas políticas. Algo que sigue ocurriendo cada día: a las chicas se les van quedando pequeñas sus instituciones.


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