La perversión de la guerra
No conviene olvidar en la lucha contra los ataques de Putin que la maquinaria que construye herramientas para matar puede adquirir vida propia y empujar hacia la pura destrucción
Un rebaño de ovejas, un montón de gansos, unos burros, un par de bueyes que arrastran un carruaje. Dos hombres, uno al lado del otro, cada uno tocando un clarinete. Un baile en la plaza, gente en distintos cafés. Ancianos que miran pasar el tiempo, niños jugando. La vida tranquila, las calles de una ciudad barroca, los bajorrelieves de algún monumento, viejas estatuas, el río y los jardines. Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial: Colonia, Dresde, Lübeck, Hamburgo, Berlín… Luego, entre la multitud, cada vez con más frecuencia, la esvástica e imágenes de Adolf Hitler. Fundido a negro, y sobre ese negro, los blancos estallidos de las bombas, una detrás de otra como una coreografía de manchas y formas, puntos y estrellas, humo. Lo que ha hecho Sergei Loznitsa en su película Sobre una historia natural de la destrucción, que a su manera traslada a imágenes una obra de W. G. Sebald del mismo título, es reunir viejo material de los archivos y armar con la discreción de un artesano el camino y las estaciones que conducen a la barbarie.
La barbarie es la de los bombardeos de los aliados sobre las ciudades alemanas al final de la Segunda Guerra Mundial que, cuando esta parecía haber acabado ya, provocaron 600.000 víctimas civiles. Los nazis habían arrasado buena parte de Europa, pusieron en marcha la Solución Final para exterminar sin ninguna piedad a seis millones de judíos, aniquilaron los valores de la vieja Europa con un proyecto fundado en el desprecio de los otros y en la exaltación del pueblo alemán y la raza aria. Hay un momento en la película de Loznitsa en el que rescata un concierto que se celebra bajo una gran cruz gamada y que dirige Wilhelm Furtwängler. La cámara hace un barrido de los rostros que escuchan deslumbrados el preludio de Los maestros cantores de Núremberg, de Wagner, y es inevitable pensar que cualquiera de los rostros de esos alemanes podría ser el nuestro y que entonces habríamos estado detrás de aquella monstruosidad.
La película no tiene diálogos, ni voz alguna que relate lo que estamos viendo, solo la reconstrucción de los sonidos que hablan de destrucción y muerte, y la desgarradora música de Christiaan Verbeek. Y algunos discursos, de Churchill y de Goebbels y de sir Arthur Harris —al que en la RAF llamaban el Carnicero—, y también las palabras que el mariscal británico Montgomery dirigió a parte de los trabajadores e ingenieros que construían y montaban las armas de guerra: los aviones, las municiones, las ametralladoras, las bombas. Estamos juntos en esto, vino a decirles. Y también en sus rostros podríamos encontrar los rasgos de nuestros propios rostros.
Un año de la guerra de Vladímir Putin. Loznitsa nació en Bielorrusia, pero creció y se educó en Ucrania. Su documental recoge imágenes de las fábricas en las que se construían los artefactos concebidos para destruir al enemigo. Las sofisticadas cadenas de producción parecen un poema sinfónico que exalta el trabajo en equipo, la precisión, la finura técnica. Pero de pronto se intuye que esa maquinaria que construye herramientas para matar no podrá detenerse nunca y que tiene vida propia. Hay razones demasiado poderosas para seguir apoyando a Ucrania —además, no hay otra: defiende un proyecto democrático frente a la furia del autócrata—, pero no hay que olvidar el peligro de cargarse de razones y ser abducidos por la lógica de la destrucción.
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