La batuta y la esvástica
Josep Maria Pou interpreta al polémico director de orquesta Wilhem Furtwängler en una intensa función sobre la responsabilidad del artista
“El único director de orquesta cuyos gestos no tienen una mímica ridícula es Furtwängler. Sus gestos parten de lo más íntimo de su ser. A él se debe el mérito de haber hecho de la Orquesta Filarmónica de Berlín un conjunto muy superior al de Viena”. Es agradable que alguien hable bien así de tí. Menos gracia tiene que sea Adolf Hitler.
El líder del III Reich hizo esos comentarios elogiosos del famoso director de orquesta Wilhem Furtwängler, por el que tenía una debilidad, durante una cena en el Berghof en abril de 1942 (veáse esa gran fuente de información que son Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica, 2004). El dictador había conseguido convertir al músico en un icono de la política cultural de su régimen, con todo el beneficio propagandístico que eso representaba para un sistema que en el apartado artístico, por decirlo suavemente, cojeaba un poco (y no se vea en esto solo una referencia poco piadosa a Goebbels).
Vamos que Furtwängler le vino muy bien a los nazis. Y —probablemente— y viceversa.
Hombre de enorme prestigio internacional, a diferencia de otros artistas alemanes talentosos decidió permanecer en Alemania y convivir (sus detractores dirían contemporizar) con el peor régimen asesino que ha visto la historia. A diferencia de otros creadores, Furtwängler creyó que podía hacerlo sin salpicarse, manteniendo su integridad artística y moral, que, hombre para nada modesto, consideraba grandes.
La obra transcurre durante el proceso de desnazificación del músico
La cuestión de si es posible seguir aferrado a tu arte en un contexto como el de la Alemania nazi, si la fidelidad a las musas (e interpretar muy bien Beethoven) te permite atravesar intacto la ciénaga de una dictadura criminal, así como el eterno debate de las relaciones entre cultura y poder, arte y política, están en el fondo de Taking sides (1995), de Ronald Harwood, una obra de teatro centrada en el caso Furtwängler, que se estrena hoy en el Teatro Goya de Barcelona en versión catalana de Ernest Riera (Prendre partit, Tomar partido), con dirección de Josep Maria Pou, que además interpreta él mismo al director de orquesta (solo por eso, por ver a Pou en la piel de Furtwängler, ya merece la pena el espectáculo). La pieza transcurre en 1946 y se centra en el proceso de desnazificación a que fue sometido Furtwängler, acusado de colaboracionismo, tras la guerra. El público asiste a los preparativos e investigaciones previas al juicio al director de orquesta que le hizo la Comisión antinazi para los artistas (y que lo declaró inocente). El núcleo de la función es el interrogatorio del músico por parte de un ficticio oficial estadounidense al que la música le importa un comino y Euterpe ni te digo, el mayor Steve Arnold (Andrés Herrera). “Ese enfrentamiento entre el genio y el hombre vulgar, que inicialmente lo encuentra un pedante y un pedazo de nazi, que ignora quién es Bruckner y hasta lo que es una sinfonía, es lo mejor de la obra”, señala Pou. Comparten escena con ellos un teniente de origen judío (Pepo Blasco), una mecanógrafa alemana (Anna Alarcón) que guarda un secreto, y dos testigos (Pepo Blasco y Sandra Monclús). Durante la representación se escuchan grabaciones originales de conciertos de Furtwängler, sobre todo de la 5ª Sinfonía de Beethoven, la 9ª, y el adagio de la 7ª de Bruckner (“que fue la música con la que se anunció por radio la muerte de Hitler”, indica Pou)
“Es una de esas funciones que escojo porque remueven algo en la conciencia del espectador”, explica el actor y director. “De las que se sale con los bolsillos llenos de preguntas. Y que, como dice Furtwängler de la música, ofrecen algo de terapia y consuelo para tiempos difíciles”.
“Era un divo ególatra, pero salvó a músicos judíos”, recuerda Pou
Pou recalca que Taking sides es una obra que se monta mucho y que incluso hay una película, de Itsván Szabó, con Harvey Keitel, que precisamente ahora proyectará la Filmoteca de Cataluña en sintonía con el estreno. Recuerda que Harwood (1934) es un autor que colaboró con Harold Pinter y en una de cuyas obras se basó El pianista, de Polanski.
“A Furtwängles se le declaró inocente y volvió a dirigir la Filarmónica de Berlín pero no se pudo evitar que planeara sobre él una sombra de duda”, continúa Pou. “Preguntas cómo si sabía todo lo que ocurría con los judíos, si se quedó en Alemania por su carrera o si el el artista está por encima del bien y el mal”.
Furtwängler (1886-1954), cuyos ensayos ha publicado Acantilado, estaba considerado el mejor director de orquesta de su tiempo, y su reputación rivalizaba con la de Toscanini. Personalmente, apunta Pou, tenía una vida privada algo disoluta y dejó un reguero de hijos ilegítimos. “Su actitud con el régimen nazi le costó una campaña brutal en su contra en EE UU y un boicot, que continuó en la posguerra”, dice Pou. “Su nombre sigue teñido de culpabilidad. Era un divo, altivo y ególatra. Pero hubo gente que testificó a su favor y es cierto que salvó a músicos judíos; logró que escaparan judíos de su orquesta, hacía lo que podía por ellos, aprovechando su acceso directo al poder. Ayudó a muchos otros como Victor Klemperer, Max Reinhardt...”. De hecho tuvo un desencuentro puntual con Hitler por que apoyó a Paul Hindemith, considerado autor de música degenerada por los nazis.
“La función no da respuestas definitivas", advierte Pou. "Es el espectador el que debe decidir y tomar partido. ¿Estamos de acuerdo con su afirmación de que quería demostrar que el arte es más importante que la política, o la de que 'una sola interpretación de una obra maestra es una negación más importante de Auschwitz que cualquier palabra'? Furtwängler decía que ´los seres humanos son libres donde se interpreta Bach o Beethoven'”. Seguramente no sabía de la profusión de orquestas en los campos nazis, incluido Treblinka.
Josep Maria Pou no interpreta de manera naturalista al compositor. “No tengo nada que ver físicamente con él, que era muy alto y delgado, tampoco pretendo imitarlo, y en la función no aparezco nunca dirigiendo, pues Furtwängler estaba inhabilitado hasta que acabara el juicio”.
Pou no quiere decantarse a favor o en contra de Wilhelm Furtwängeler. Pero subraya algunas cosas buenas: el hecho de que buscara un subterfugio para no tener que hacer el saludo nazi en un concierto en presencia de Hitler (salió ya a escena con la batuta en la mano) o que discretamente se limpiara la mano con un pañuelo tras estrechársela a Goebbels, que ya es gesto.
Contrapunto cinematográfico
Existe una película que es casi el reverso de la obra de teatro Taking sides. En Counterpoint (Ralph Nelson, 1968), que en España se tituló con el menos musical título de Una tumba al amanecer, un prestigioso director de orquesta de EE UU echa un pulso dialéctico con el general alemán que lo tiene prisionero y que, lo que hay que ver prefiere Beethoven al Panzerlied. En este caso, a diferencia del mayor Arnold de la obra teatral, el general Schiller (!) es, además del comandante de tropas acorazadas favorito de Hitler, un melómano compulsivo que quiere convencer al director Lionel Evans (Charlton Heston), caído en poder de los alemanes con toda su orquesta durante una ofensiva alemana en 1944 mientras estaban de gira en el frente, para que toque para él. Heston estuvo tres meses como pupilo de Zubin Mehta para preparar su papel. Y después de disfrutar sus escenas frente al atril (con el sonido real de la Filarmónica de los Ángeles), afirmó: "Amazing, what a sense of power it gifts a guy!".
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