De los límites del crecimiento a los del decrecimiento
El concepto de sostenibilidad se ha banalizado y se ha hecho en gran parte inservible, porque su pilar económico acaba imponiéndose sobre el social y el ecológico. El progreso también es equidad y distribución
En marzo de 2022, un editorial de la revista Nature daba por concluido el debate sobre los límites del crecimiento, iniciado en 1972 con motivo de la Declaración de Estocolmo de la ONU sobre el derecho ambiental, a cuya descalificación la propia revista había contribuido: donde entonces decía “Another whiff of doomsday” (”otro tufillo de catastrofismo”), ahora titula que hay que terminar con el debate de 50 años sobre los límites del crecimiento. Reconoce que en 1972 sí se sabía que el petróleo, el carbón o los fertilizantes eran nocivos para el ambiente, pero que entonces los modelos de previsión eran imperfectos y los daños se estimaban reversibles. En cambio ahora, añade, se sabe que no lo son y que ya no hay tiempo. Como muy bien dice el profesor Francisco García Olmedo, en ciencia es peor estar ante la insidia de lo probable que ante el cobijo de lo probado.
Transcurrido el terrible 2022 con sus catástrofes climáticas (prolongadas olas de calor, incluso a latitudes altas, inundaciones devastadoras en un país tan vulnerable como Pakistán, los incendios de California, el nivel más bajo de la serie histórica de un río como el Yangtsé o el del Rin hasta hacerlo innavegable, etcétera) parece imposible empecinarse en negar o ignorar el cambio climático y el calentamiento global. Es preocupante que el más burdo negacionismo se refugie en los movimientos populistas, que lo han incorporado a su conocido pack de negaciones de la evidencia. Pero más allá de ello, la atención ya no se centra en él, sino en los múltiples debates para hacer frente al cambio, en particular aquellos entre mantener un crecimiento económico exponencial (que ha sido el de los últimos 50 años) o ir a un crecimiento más frenado, crecimiento ecológico, acorde con la naturaleza. El matrimonio Meadows y Rander, en sus sucesivas versiones de Los límites del crecimiento (1972, 1992, 2012), sostenía que el crecimiento exponencial es incompatible con el carácter limitado de los recursos del planeta. Hoy, de nuevo y más que nunca, less is more se vuelve a adueñar del debate, en el sentido de que solo limitando el crecimiento o más bien las formas en que se logra, se pueden evitar daños irreversibles. En contraposición, el pensamiento neoliberal radical propone more from less: haría falta más crecimiento para que el capitalismo y la tecnología salvaran el planeta. Alcanzado ya prácticamente el incremento de temperatura de 1,5 grados centígrados que en la cumbre de París se estableció como máximo tolerable para este siglo, cualquier escenario de igual crecimiento sobrepasará este umbral.
La economía global se estructura en torno al crecimiento y durante mucho tiempo se ha identificado la idea de progreso exclusivamente con él. Resulta chocante, en momento de tanto lenguaje políticamente correcto, que se sigan utilizando las designaciones de primer y tercer mundo y de países desarrollados y en vías de desarrollo (eufemismo con el que se ocultaba a los antes llamados subdesarrollados). También que se siga midiendo el desarrollo solo en términos de PIB per capita. A los efectos de contabilidad nacional no sirve el índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas (IDH), ni siquiera el que incorpora la desigualdad. Sin embargo, en la situación presente deben incorporarse al valor monetario de bienes de producción y servicios los de los cuidados, los trabajos verdes, los servicios ambientales y ecológicos, los territoriales y la situación de desigualdad. El progreso también es equidad, distribución.
En las condiciones actuales de desigualdad, de diferencias entre el Norte y el Sur globales, es imposible proponer políticas generales de menor crecimiento o de decrecimiento, como se hace desde el pensamiento ahora llamado “colapsista”. Todos estamos bajo la misma tormenta, pero no en el mismo barco, y difícilmente se puede hablar de decrecimiento global con mil millones de personas en situación de pobreza. Es indispensable que se consoliden los fondos de compensación de países ricos a pobres, también los del capital privado, que se les pague la deuda, por “pérdida y daños”, usando el eslogan de la reciente cumbre del clima COP27 en Egipto. Se calculan en unos 60.000 millones de dólares anuales los fondos necesarios a partir de 2025, sin contar los miles de millones comprometidos para ayudar a la adaptación a las nuevas circunstancias, ni tampoco con el sistema de “alertas tempranas para todos” que reclamó el secretario general de la ONU en la inauguración de la cumbre. Los expertos saben bien que algunos de los países más amenazados por inundaciones son también los que más y mejor trabajan e innovan en adaptación, como archipiélagos e islas del Pacífico o países centroamericanos.
Por su parte, la guerra y sus consecuencias sobre los mercados energéticos ha frenado la descarbonización que se estableció en 2015 como mejor política para luchar contra el cambio climático. En Alemania y otros países europeos se han abierto nuevas minas y no se han cerrado las centrales previstas, y eso con un Gobierno de coalición en el que participan Los Verdes. China sigue siendo la clave y aunque ha frenado sus emisiones de forma notable, solo se ha comprometido a no construir más centrales de carbón en otros países, no en el propio. A su vez, las grandes petroleras, que tan presentes estuvieron en la COP27, no tienen la menor intención de disminuir sus beneficios y se limitan a un insuficiente (a veces lamentable) greenwhasing. Tampoco parece que se pueda frenar al capital y al mercado agroalimentario. Y hace unos días zarparon de Barcelona cuatro cruceros con miles de pasajeros para dar la vuelta al mundo en cuatro meses. Ya se sabe la ética del crucero: en aguas internacionales no se paga por contaminar. En suma, el concepto de sostenibilidad se ha banalizado y se ha hecho inservible, en gran parte, porque su pilar económico acaba imponiéndose sobre el social y el ecológico. Hay resistencia a frenar el crecimiento, la estructura global es demasiado desigual, el capital no admite reducir sus rentas, los políticos actúan con cortoplacismo y temor a sus opiniones públicas y la mayor parte de la población no parece dispuesta a (ni liderada para) renunciar al consumo y movilidad excesivos. Estamos a expensas de que 2022 solo haya sido el prólogo del futuro inmediato.
Es cierto que también hay buenas noticias: se ha acelerado la instalación de energías renovables en muchos países (por cierto, con poca inquietud por los daños a ecosistemas y especies, y mucha menos por paisajes y territorios), la oferta y demanda de coches eléctricos se ha disparado a escala global y con precios más bajos; hay buenos resultados por parte de la fusión nuclear. En el hidrógeno verde, aunque la tecnología es incipiente, hay planes de adaptación razonables; y sobre todo, el Gobierno de Estados Unidos ha conseguido aprobar un presupuesto apabullante para su transición energética, cuyo despliegue, eso sí, debe autorizar ahora el Congreso, en parte con mayoría republicana.
Otro hecho al que conviene prestar atención es a cambiar la narrativa del cambio climático, hacerla menos tremendista: no se puede consentir que, según las encuestas, cerca de mitad de los más jóvenes crean que no tienen futuro porque la humanidad está condenada. Hay que insistir en lo que se puede hacer, en lo que podemos hacer. Y también hay que evitar que, como está ocurriendo, el clima desplace a la naturaleza, y el activismo se vuelva solo climático. En la reciente cumbre de la biodiversidad de Montreal en diciembre pasado, 195 países se comprometieron a proteger el 30% de las superficies terrestres y marinas para 2030. Pero no han faltado los que ponen en duda que eso se pueda lograr con los instrumentos del conservacionismo clásico. Lo que nos devuelve a la cuestión central: ¿cómo limitar los daños y las pérdidas ya?
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