Sin reposo
Si a uno le ofrecen la inmortalidad, lo primero será exigir el mismo beneficio para 15 o 20 personas que nos son indispensables. Sin ellas, mejor la tumba
“Perros, ¿acaso queréis vivir eternamente?” rugió el rey de Prusia a sus granaderos, más diligentes al huir que al atacar en la batalla. No era momento de debates, pero la mayoría de los interpelados hubiera podido responder: “Pues mire, ahora que lo dice, no me importaría”. Muchos de nosotros somos —o creemos ser— de la misma opinión. Sobre todo los multimillonarios —Larry Page, Jeff Bezos, Peter Thiel…— acostumbrados a hacer siempre su santa voluntad y convencidos de que vencer a la muerte es cuestión de dinero. Otro, Larry Ellison, que ya lleva 500 millones de dólares gastados en el asunto, ha llegado a la conclusión de que la muerte “no tiene sentido”. No, ni las cataratas del Niágara, pero ahí están. Los transhumanistas, secta de bárbaros cientifistas (la peor ideología que hay porque hacen experimentos), están muy contentos con estos mecenas antitanáticos que van a resolver la muerte cuando yo te diga. No les hables de eutanasia, ese oxímoron: prefieren tener la cabeza plantada en una maceta y que la riegue diariamente con sus lágrimas alguien de confianza. Enchufados a lo que sea tras haber comido todos los superalimentos granulados que nos recomiendan… Oigo a una señora de 106 años a la que preguntan a qué atribuye su longevidad: “Garbanzos, tocino y chorizo”. ¡Por fin una transhumanista humanista!
Lo importante no es saltarse la muerte, sino conservar lo que amamos en la vida. Si a uno le ofrecen la inmortalidad, lo primero será exigir el mismo beneficio para 15 o 20 personas que nos son indispensables. Sin ellas, mejor la tumba. Y si nuestro ser insustituible ya ha muerto, la inmortalidad llega demasiado tarde. Entonces sólo queda intentar pensar lo más profundo y amar lo más vivo. Sentarse en el parque recordando a quien se nos fue para ver jugar a los niños: muerte y resurrección.
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