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el observador global
Columna
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Una farsa en Brasilia

Se ha vuelto frecuente que un líder envíe a sus huestes armadas a intimidar las instituciones democráticas y a sus abogados a manipular las leyes que definen la democracia

Seguidores del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, durante el asalto al Congreso
Seguidores de Bolsonaro asaltaban el día 8 la sede del Tribunal Supremo de Brasil, en Brasilia.TON MOLINA (AFP)
Moisés Naím

La historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa. Esta vieja cita de Marx resonó varias veces en mi mente al ver cómo miles de brasileños participaron en Brasilia, su capital, en una burda imitación del ataque al Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021. El número de víctimas y el peligroso atentado a la democracia estadounidense hacen de lo sucedido en Washington una tragedia. Lo ocurrido en Brasil el 8 de enero, días después de una transición legal, legítima y hasta entonces pacífica, el ataque a un Congreso que no estaba en sesión y el saqueo al palacio presidencial donde no estaba el presidente, fue una farsa.

Esto no quiere decir que no existan semejanzas entre los dos eventos. Ambas son manifestaciones concretas de una peligrosa tendencia mundial: la proliferación y agudización del populismo, la polarización y la posverdad. El uso de estas tres tácticas para conquistar o retener el poder político a través de la violencia callejera y la defenestración de las instituciones democráticas es una tendencia mundial.

Este tipo de episodio en el cual un líder envía a sus huestes armadas a intimidar las instituciones democráticas y a sus abogados a manipular las leyes que definen la democracia se ha hecho frecuente.

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En todo el planeta el prestigio de las instituciones democráticas está en declive, y el aura de respeto hacia los cuerpos legislativos y al Tribunal Supremo se está desvaneciendo. En la medida en la cual los líderes enfrentan mayores dificultades para producir resultados positivos para sus seguidores, crece en ellos la tentación de remplazar resultados concretos con incumplibles pero seductoras promesas populistas, retorica violenta y manipulación de la información. Se ha popularizado la criminalización de las diferencias políticas y el convertir el ataque a los adversarios en un espectáculo televisivo que sirve más de entretenimiento que de serio debate.

Si bien es cierto que estas tendencias no se originaron en Washington, han proliferado en otras ciudades estadounidenses y representan uno de los factores que alimentan la tendencia actual. ¿Por qué sucede esto? Porque el poder blando estadounidense ya no es lo que era. Durante la segunda mitad del siglo XX, el poderío cultural estadounidense significó que los jóvenes deseaban ser estrellas del basquetbol, virtuosos del jazz o ídolos del rock and roll. Las estrellas que los jóvenes desean emular hoy pueden ser de Estados Unidos o de Corea del Sur. El campo en el cual Estados Unidos mantiene su liderazgo es el de la exportación de sus ansiedades, la globalización de sus preocupaciones.

El mundo ha demostrado estar muy dispuesto a participar en las guerras culturales que hoy dividen a Estados Unidos. Los movimientos Me Too y LGBTQ o la popularización de las ideas de la extrema derecha son solo algunos ejemplos de conflictos sociales que aparecen en Estados Unidos y rápidamente trascienden sus fronteras para convertirse en temas de feroz debate político en otros países.

Cuando la desigualdad económica —una realidad crónica que es pasivamente tolerada en muchos países— aumentó en Estados Unidos después de la crisis financiera de 2008, rápidamente se volvió un tema de interés nacional. Y, con igual velocidad, líderes políticos y formadores de opinión en otros países la asumieron con gran preocupación. Aun en países como Brasil, donde la desigualdad ha persistido por largo tiempo, el tema adquirió una renovada urgencia después que entró a ser parte de la conversación dentro de EE UU.

Las ansiedades y conflictos sociales que exporta Estados Unidos no se limitan a los debates sobre temas culturales, sino que también incluye los contraataques contra esta agenda cultural que lleva a cabo la extrema derecha. El bolsonarismo que atacó los edificios donde operan las instituciones de la democracia brasileña fue apoyado por un montón de imitadores que van desde los que niegan los resultados electorales hasta quienes siguen ideas y teorías conspirativas extraídas de los tóxicos pantanos de QAnon. No es casual que el movimiento de la extrema derecha de Brasil haya tenido cerca a Steve Bannon, uno de los propulsores de la radicalización antidemocrática que sirvió de caldo de cultivo para la toma del Capitolio en Washington.

Lo que ocurrió en Brasilia se va a repetir en otras partes. En la medida en la cual la falta de resultados concretos de los políticos de siempre abre la puerta a líderes populistas que basan su poder en la polarización y las mentiras, la utilización de las guerras culturales y farsas disfrazadas de revoluciones se va a hacer más frecuente. @moisesnaim

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