Años setenta, el subidón del terror
La miniserie ‘Exterior noche’, de Marco Bellocchio, reconstruye los largos días del secuestro y asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas
Nunca está de más volver al 9 de mayo de 1978, el día que asesinaron a Aldo Moro, entonces presidente de la Democracia Cristiana, la gran fuerza política italiana. Acababa de lograr un acuerdo de los suyos con el Partido Comunista para que este apoyara desde fuera al Gobierno de Giulio Andreotti. El 16 de marzo, las Brigadas Rojas lo secuestraron. Antes se ocuparon de liquidar a los cinco escoltas que lo protegían en una imponente balacera. Marco Bellocchio la recrea en Exterior noche, una miniserie que aborda esos largos y dramáticos días desde distintos puntos de vista —el del entonces ministro del Interior, Francesco Cossiga; el del papa Pablo VI; el de dos de los terroristas; el de Eleonora, la mujer de Moro— y que pone al descubierto los trágicos desgarros que produjo aquel plan de ese grupo de jóvenes que estaba cogiendo ya notoriedad por su decidida apuesta por acabar con el poder burgués. Uno de esos desgarros fue el que sufrieron los políticos cristianos cuando se inclinaron por la razón de Estado frente a la piedad, piedra angular de sus creencias y, por tanto, de sus vidas y decisiones. El mayor golpe fue el que sufrió su familia, tras interminables jornadas de angustia y desolación, de furia e impotencia. El turbio telón de fondo: los intereses de Estados Unidos y la Unión Soviética.
La impresión que produce la miniserie es que Aldo Moro no iba a salir vivo de ninguna manera. Era demasiado complicado asumir costes para los que estaban en el poder y demasiado prosaico dejarlo ir para unos terroristas que querían castigar a sus enemigos. Así que hubo también algún desgarro entre los brigadistas. Una muchacha, a la que le parecía un error cargarse a Moro, tiene una discusión con su compañero. ¿De verdad te crees que vamos a ganar?, le pregunta él. Ella le dice que ha dejado a su hija para hacer la revolución. Él le comenta que podrán rebelarse, disparar, matar, morir, pero que le resulta imposible imaginar una Italia socialista. ¿Entonces para qué la muerte de esos escoltas? Y él le confiesa que su auténtica pasión no es la revolución, que lo suyo es transgredir, desobedecer, que no le gusta que le den órdenes.
Un número de mayo de 1978 de El viejo topo, que desde aquella época lleva recogiendo las voces de la izquierda, sirve para acercarse a la atmósfera de esos momentos en que unos jóvenes mataban a quemarropa a ese hombre que trabajaba para procurar consensos diferentes. El tema central era recordar, 10 años después, lo que había significado el estallido que sacudió distintos lugares del mundo en 1968. Fue “una brecha que lo rompió y lo trastornó todo”, “el viejo mundo ya no se aguantaba por ninguna parte”, dice Daniel Cohn-Bendit. La izquierda no podía ocultar el fracaso de la Unión Soviética, de China, de Cuba y de aquellos regímenes despóticos que habían traicionado los proyectos de un mundo mejor. Y procuraba ensayar nuevos caminos.
El que eligieron las Brigadas Rojas recordaba los consejos del ruso Serguéi Necháyev —el revolucionario “es un enemigo implacable de este mundo”, decía—, que celebró en el siglo XIX la destrucción por la destrucción, la máxima frialdad y determinación para liquidar al enemigo. Así que secuestraron a Moro, se refirieron a un juicio del pueblo que según decían lo condenó a muerte, y se lo cargaron a balazos.
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