Madrid vuelve a las calles
Hoy el conflicto es más cercano, se juega en la propia conciencia cívica, aquella que marca que hay algo más poderoso que la ley de la selva, la certeza de que la supervivencia es un instinto colectivo
Sobre las diez de la mañana, el día parecía nublado en casi toda la Comunidad de Madrid. Sin embargo, en muchas estaciones de Cercanías se percibía algo diferente al de un domingo cualquiera. Grupos de cinco, diez personas, esperaban el tren para dirigirse al centro, a la columna sur. Gente de mediana edad, en su mayoría, compañeros de otras batallas sociales que parecía que hacía tiempo que no se encontraban camino de una manifestación.
Madrid despierta, Madrid se encuentra tras un prolongado letargo que comenzó en marzo de 2020, cuando las calles se vaciaron en la lucha contra el virus. Después unas elecciones anticipadas, en las que Isabel Díaz Ayuso se impuso no solo como una candidatura, sino como un modelo de vida y sociedad, aquel que resta la comunidad bajo el individualismo competitivo y cierta ligereza etílica.
Las derrotas no admiten paliativos, pero al menos tienen una salida fácil: la del sacrificio y la dimisión. Sin embargo, las victorias vienen preñadas de uno de los mayores riesgos que contempla la política: el ensimismamiento en la arrogancia. A Ayuso, después de una victoria electoral indiscutible, después de convertirse en la lideresa de la restauración reaccionaria, después de haber encabezado el golpe contra Casado, si algo le sobra es arrogancia, la creencia de que sus decisiones son indiscutibles.
El plan sanitario de la Comunidad de Madrid no es un error, ni siquiera una negligencia, sino que lleva el apellido de la premeditación. Atacar al sistema sanitario público en el epígrafe de las urgencias y de la atención primaria solo puede tener la intención de precarizar la puerta de entrada a las especialidades, complicar la respuesta inmediata a la contingencia y romper la capilaridad por el territorio. Es decir, crear un desasosiego que mande al ciudadano, que pueda permitírselo, a la privada, de la misma forma que en los parques temáticos se venden entradas premium que permiten saltarse la cola de las atracciones. La diferencia es que el sobresalto de la montaña rusa no es comparable al de un ictus.
La realidad material más extrema no admite de guerras culturales y, cuando se trata de jugarnos no solo ese concepto difuso llamado bienestar, sino nuestra propia vida, la ciudadanía aparca las cañas y se pone del lado de las batas blancas, esas que fueron aplaudidas desde los balcones para pasar a ser sospechosos, conspiradores, tal y como dijo Margaret Thatcher de los mineros; el enemigo interior. Hay líneas que no conviene saltarse, sobre todo en tiempos de incertidumbre. Ayuso no solo ha equivocado los tiempos, sino que ha equivocado la cabeza de turco: aquellos que se jugaron la vida por salvar la de todos cuando el mundo parecía deshacerse.
Madrid ha despertado, encontrándose en ese espíritu comunitario que hace ya 20 años le hizo lanzarse a decir no a una guerra injusta e ilegal. Hoy el conflicto es más cercano, se juega en aspectos como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Se juega, sobre todo, en la propia conciencia cívica, aquella que marca que hay algo más, más poderoso que la ley de la selva, la certeza de que la supervivencia es un instinto colectivo.
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