La picadora de carne del Madrid político
Una visión centralista ha exacerbado los últimos años una serie de características fruto del cambio generacional: la polarización, el espectáculo de un Congreso convertido en plató y la eclosión de personalismos con proyección nacional orientados al lenguaje de las redes
El Madrid político amaga con volverse una picadora de carne de líderes salidos de la periferia de España, incapaces de adaptarse a sus lógicas histriónicas y ensimismadas. Me invitaron a dar una charla a las Juventudes Regionalistas de Cantabria, y aquellos jóvenes llevaron el debate hacia la extrañeza que les provocaban las dinámicas que apreciaban en el Congreso. No veían relación con el estilo más comedido que destila su política autonómica. Y es un problema que la idiosincrasia regional no se reconozca en la cara de la política nacional.
Muestra es la coletilla tan extendida sobre que Alberto Núñez Feijóo “topó con la selva de Madrid” cuando truncó hace unos días el acuerdo para renovar el Consejo del Poder Judicial. Es decir, como si un líder de provincias naufragara ante un extraño poder capitalino, pese a que cuatro mayorías absolutas en Galicia no son propias de un novato. Atrás quedó su fama de barón moderado y conciliador con el Gobierno que había mantenido durante los tiempos de la pandemia. Feijóo sucumbió frente a ese cainismo extendido en la arena política del Estado.
Así que el Madrid político se revuelve mediante lógicas que trascienden a la voluntad de cualquier liderazgo individual y que se alejan de la cercanía o el pactismo de la España que existe más allá de la M-30. Fuera se respiran otros ambientes, como el de los jóvenes o cuadros institucionales que madrugan un sábado para debatir sobre identidad o precariedad. Aunque el caso Feijóo abre el debate sobre si siempre existió semejante emancipación de las lógicas políticas nacionales, tan descarnadas, frente al talante regional, más conciliador.
De un lado, quizás no haya variación más allá del factor inexperiencia del recién aterrizado exlíder gallego. España viene de ser gobernada por personalidades como Felipe González o José María Aznar, que triunfaron desde el conocimiento de otras visiones territoriales como las de Andalucía o Castilla y León. El hecho diferencial fue su condición de diputados del Congreso antes de llegar a La Moncloa. Ese proceso de aclimatación a las dinámicas nacionales pudo ser de más calado que la mera tribuna sobrevenida del Senado.
Del otro, hay evidencias para creer que el Madrid político ha exacerbado una serie de lógicas propias en los últimos años, fruto del cambio generacional. Son la polarización, el espectáculo de un Congreso convertido en plató televisivo y la eclosión de personalismos con proyección nacional orientados al lenguaje de las redes sociales. Isabel Díaz Ayuso se mueve como pez en el agua en esos códigos. Pero cabe preguntarse si lo harían barones más sosegados como Juan Manuel Moreno o Emiliano García-Page, pese a haber cosechado mayorías absolutas en sus feudos.
Esa dificultad para que la impronta de los líderes periféricos se imponga, con sus formas menos bruscas y dialogantes, también parte del papel menguante de los presidentes autonómicos en su relación con la alta política. Es difícil encontrar hoy fuera de Madrid figuras que puedan hablar de tú a tú al Estado con el mismo poder que tenían antaño. Muestra era la entente que existía entre Jordi Pujol y Aznar tras del Pacto del Majestic en 1996, o que Miguel Ángel Revilla llegara a presidente autonómico en 2003 gracias a José Luis Rodríguez Zapatero.
En la actualidad, en cambio, no es que el Gobierno se pueda ahorrar cesiones a socios como los nacionalistas catalanes. Pero la fragmentación del Congreso ha restado poder de negociación a las formaciones catalanas o vascas, al existir más partidos con los que aprobar leyes. Eso desplaza cada vez más el foco gravitacional de poder hacia el Madrid político. Son los nacionalistas quienes pugnan hoy por ser uno de los aliados preferentes de La Moncloa, y no a la inversa: véase el malestar del PNV desde que Bildu forma parte del juego pactista.
Se podría incluso negar la mayor, como un presunto carácter apacible de lo regional, citando los exabruptos del vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo. O incluso dudar de la pérdida de poder de algunas figuras autonómicas, dado que los barones del PP dieron la espalda a Pablo Casado. Pero, si se rasca, el epicentro acaba siendo el mismo. García-Gallardo sólo sirve al propósito de la estrategia nacional de Vox, y la capitalina Ayuso fue el detonante de la salida de Casado, mientras que marca ya la agenda a Feijóo. Así que si hoy existen numerosas formaciones regionales en el Parlamento estatal es porque los territorios cada vez se sienten menos identificados con el Madrid político.
Ese pulso se hace ya notar también en sentido inverso. Véase la actual facilidad parar lanzar, de forma frenética, proyectos nacionales que acaban teniendo escasa penetración regional. Uno visita los territorios y se da cuenta de que los líderes que salen por la tele, tan populares, quizás acaban cayendo en saco roto en las provincias si no logran un arraigo de base. El Madrid político también puede actuar ahí como una picadora de potenciales liderazgos, se llame una Macarena Olona, dicho así hipotéticamente, o se llame Yolanda Díaz, que no resulta ahora tanta hipótesis con su plataforma Sumar.
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