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Los aplausos en el balcón: el ritual de esta crisis es un redescubrimiento mutuo

Cada tarde, el aplauso deja ver que aun confinados cada uno en su intimidad, estamos todos en el mismo barco, como el “animal desinteresado” que somos

Mar Padilla
Madrileños aplauden desde sus domicilios a los servicios sanitarios el pasado 10 de abril.
Madrileños aplauden desde sus domicilios a los servicios sanitarios el pasado 10 de abril.Juan Naharro Gimenez/Getty Images

En el futuro imaginado, una de las pocas certezas de este presente pandémico será esta: cada día al atardecer salíamos a aplaudir a los balcones. Es el símbolo de esta crisis. Un gesto a todas luces improductivo, analógico como pocos —en un momento de soberbia digital—, pero obstinadamente real. Sabemos que la cita exacta de las ocho de la tarde es un momento de agradecimiento a todas las personas que velan por nuestra salud y a todos los que siguen trabajando para que el mundo no se paralice. Pero este gesto inédito es algo más. Es un misterio más a desentrañar en la tarea de preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos. Para empezar, nunca hay que subestimar los gestos aparentemente cotidianos ni el poder de los balcones. La historia reciente nos ofrece algunos ejemplos paradigmáticos, como cuando el 26 de diciembre de 1989 la dictadura de Nicolae Ceausescu en Rumania fue herida de muerte: desde el mismo balcón de la sede central del partido comunista un joven ondeó la bandera rumana con un agujero en medio: había recortado con unas tijeras el símbolo comunista que había en ella.

Enfrascados en nuestra propia vida, aterrorizados ante el reguero de muerte, el balcón es un altar civil donde cada individualidad se transfigura y se diluye en la comunidad. Cedida nuestra libertad, entre las rejas de nuestra propia casa, el balcón —o la ventana— es un espacio físico, mental y social donde cada tarde, por unos minutos, velamos por nosotros, los nuestros y todos los demás.

Desde allí, en ese breve espacio exterior, se sueña, se espía y se desea. Hay un capítulo en la serie Friends en el que Chandler implora a Mónica tener sexo en el balcón. Quiere que lo más íntimo suceda en el espacio más público de su propio hogar. Es un escenario al que llegamos desde las bambalinas del interior y donde meditamos nuestras alegrías, nuestras dudas o preocupaciones, donde buscamos momentos de evasión. Ahora, en estos días, el balcón es una herida donde el dolor se hace visible, donde nuestra identidad se disuelve en un consuelo colectivo.

Al lado de mi casa, desde una ventana vecina, ruge El rock de la cárcel, de Elvis Presley. Así andamos todos, encerrados, compartiendo la condición de astronautas de nuestro planeta interior. Descreídos, tememos el futuro pero no podemos esperar más para sumergirnos en él. “Vivimos en un mundo en el que el enemigo es invisible, y hasta podemos ser nosotros mismos. El gran riesgo para la raza humana no es abrazar ideologías insanas, sino no creer en nada”, declaró el escritor J. G. Ballard en una entrevista —¡por fax!— al diario argentino Página 12 en 2005.

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Una liturgia propia

El espacio público ha sido siempre el teatro de la historia de la humanidad, según Daniela Colafranceschi, catedrática de Arquitectura del Paisaje en la Università Mediterranea di Reggio Calabria. Ahora, ante esta inédita situación de confinamiento, el balcón es el nuevo escenario de relación entre las personas, forzados habitantes de interior en busca de un diálogo con el espacio exterior. Es la conexión entre una condición de absoluta anormalidad, bañada en miedo e incertidumbre, y la búsqueda de una cierta normalidad y cotidianeidad, dice Colafranceschi, autora de Carme Pinós. Arquitecturas (Gustavo Gili). Es el momento social, de encuentro y solidaridad del día. “Somos mejores cuando salimos al balcón”, afirma la arquitecta.

La cita de las ocho de la tarde es un ritual de agradecimiento con liturgia propia que nos evade de la rutina del confinamiento, siendo, a su vez, “un acto de exhibicionismo y de voyerismo, donde nos mostramos y queremos ver a los demás en ese dentro-fuera de casa que es el balcón”, según Ion Martínez Lorea, doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Para este experto en la obra de Henri Lefebvre y traductor de su clásico El derecho a la ciudad (Capitán Swing), el rito de cada atardecer incluye algunos rasgos semejantes a los de los festejos colectivos. Además de los aplausos hay música, risas, incluso bailes, y también está la búsqueda de cohesión, de querer estar juntos en un momento en el que se da una ruptura espacial y temporal con la vida cotidiana. La clave es, a juicio de este sociólogo, ver qué hábitos seremos capaces de mantener una vez finalice el confinamiento y retornemos a nuestra vida habitual. Las redes de apoyo y los gestos de ayuda que a lo largo de estas semanas se han ido desarrollando entre vecinos deberían quedarse entre nosotros para siempre. En este sentido, la vida urbana no debe ser considerada tanto un problema como una solución, según Martínez Lorea.

El ritual del balcón y los aplausos es una reafirmación y una celebración de la vida —según Marta Segarra, directora de investigación del Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) de París— donde demostramos, al asomarnos al mundo, que no padecemos la enfermedad y gozamos de buena salud. Segarra, autora de Teoría de los cuerpos agujereados (Melusina), y La habitación, la casa, la calle (CCCB), cree también que el balcón representa el único espacio donde ahora mismo se puede socializar sin pasar por una pantalla o por un aparato. Y precisamente porque preserva una cierta distancia de seguridad, es el lugar ideal para relacionarse con personas que quizás ni conocíamos, sin temor. Segarra coincide con Colafranceschi en que el balcón tiene algo de teatro: “Es un palco donde hacemos de público, pero también es un escenario donde actuamos”, afirma.

El filósofo lituano Emmanuel Lévinas destacó que los humanos somos los únicos seres dispuestos a morir por los demás

La paradoja es que cada uno está en su balcón, pero todos estamos en el mismo barco. El filósofo Emmanuel Lévinas destacó que los humanos somos “el único animal desinteresado”, dispuesto a morir por los demás. Entonces, el otro no es un bárbaro, sino uno de casa, uno que es como nosotros. El aplauso de cada tarde es también ese redescubrimiento mutuo, el espejo desde donde nos miramos y nos reconocemos unos y otros. Paul Celan escribió: “No veo diferencia alguna entre un apretón de manos y un poema”. Ahora que el distanciamiento social es obligado y los efusivos saludos del pasado son un recuerdo, las manos aplauden cada tarde, en un brindis urgente donde nos miramos a los ojos y nos deseamos lo mejor. En ese escenario, asistimos a una conversación sin palabras, una acción colectiva que anhela la calle, las terrazas de los bares llenas de gente, el bosque, el trabajo y la playa. Aplaudimos todos sin conocer la verdadera naturaleza del significado de nuestro gesto, como profetas alucinados, imaginando el silencio glacial, de muerte, de una tarde sin aplausos.

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Sobre la firma

Mar Padilla
Periodista. Del barrio montañoso del Guinardó, de Barcelona. Estudios de Historia y Antropología. Muchos años trabajando en Médicos Sin Fronteras. Antes tuvo dos bandas de punk-rock y también fue dj. Autora del libro de no ficción 'Asalto al Banco Central’ (Libros del KO, 2023).

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