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tribuna
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Ya era hora. La derogación del delito de sedición: desidia y ficción

Desde un punto de vista técnico-jurídico, el delito debe desaparecer en un Derecho Penal democrático

El portavoz del PSOE en el Congreso, Patxi López (izquierda), y el presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos, Jaume Asens, presentan en el registro del Congreso la iniciativa para reformar el delito de sedición.
El portavoz del PSOE en el Congreso, Patxi López (izquierda), y el presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos, Jaume Asens, presentan en el registro del Congreso la iniciativa para reformar el delito de sedición.Gustavo Valiente (Europa Press)

Durante décadas, nadie le ha hecho caso al delito de sedición: ni los tribunales, ni el legislador, ni (apenas) la doctrina penal. La última actuación del Parlamento se produjo a toda prisa —y sin debate alguno sobre este punto— en 1995, con ocasión de la aprobación del nuevo Código Penal: entonces se introdujo esta figura entre los delitos contra el orden público, separándola del delito de rebelión.

El delito de sedición que hoy contiene el artículo 544 del Código Penal es muy peculiar. Consiste en participar en un “alzamiento público y tumultuario” que persiga impedir “por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales.” Parece apreciarse a primera vista un parentesco con los demás delitos contra el orden público, como la resistencia a la autoridad, los desórdenes públicos, el atentado: hay algún tipo de algarada en la calle en ambos campos. Sin embargo, las apariencias engañan. El delito de sedición es un migrante recién llegado a los delitos contra el orden público: la descripción antes transcrita solo entra en acción si el comportamiento no es constitutivo de rebelión, delito respecto del cual la sedición actúa como figura residual. La rebelión, incluida entre los delitos contra la Constitución, contiene palabras mayores: se trata de quien con violencia quiere subvertir todo el orden constitucional (“alzamiento” violento). Es el delito que corresponde a un golpe de Estado. Hasta la reforma hecha en el Código de 1995, rebelión y sedición eran abiertamente mellizos —o incluso siameses— en el Código Penal de la dictadura militar (y en los anteriores, desde 1822): la sedición era la hermana menor de la rebelión. De ahí que se haya conocido la sedición desde hace tiempo como “rebelión en pequeño”: juntos conformaban durante la dictadura militar la cúpula de los delitos “contra la seguridad interior del Estado”, un conjunto heterogéneo de normas destinadas a que no se perdiera el respeto a las capacidades de represión del régimen una vez establecida la dictadura después de la guerra. La rebelión se refería a un ataque al sistema jurídico-político general, de principio; la sedición, a cuestiones de menor entidad: no atacar al Estado en sí, sino el ejercicio de determinadas funciones de sus representantes.

Esta situación tenía su origen en la militarización del control de las masas que comienza en el S. XIX —después del fin del sexenio democrático— con la hegemonía del poder oligárquico de la Restauración, y que se consolidó después en la dictadura nacionalcatólica: una situación en la que la responsabilidad del orden público acabó concentrándose en la autoridad “militar, por supuesto”, en las que las unidades de élite estaban acuarteladas cerca de las grandes ciudades en vez de desplegadas en las fronteras para prevenir ataques del exterior. En efecto, como ha escrito el profesor Rebollo, la sedición tiene su origen en una época de “orden público de partidas y barricadas”, y en las patologías autoritarias que la acompañaban.

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Al redactar el nuevo Código en 1995 se quiso quitar hierro represivo a estas normas, relegando a la sedición al segundo nivel de los delitos contra el orden público. Se intentó, en suma, acompasar estas infracciones a la nueva situación constitucional de España: en particular, estableciendo con claridad que la rebelión debía cometerse con violencia colectiva grave, y diseñando el de sedición de tal manera que difícilmente podía concebirse sin violencia, aunque la formulación alternativa —por la fuerza o fuera de las vías legales— parezca indicar otra cosa.

Lo cierto es que ese propósito —el de la normalización democrática de la sedición— no se logró. No se podía lograr. No ha acabado de establecerse como un delito “normal” contra el orden público. Por un lado, un escasísimo nivel de aplicación en los últimos años muestra que ha sido más bien una convidada de piedra hibernada. Solo se encuentran, hasta la sentencia del Tribunal Supremo en la causa del procés, resoluciones sobre casos menores: algún supuesto de resistencia frente a una comisión judicial encargada de un lanzamiento, algún motín carcelario de principios de los años ochenta, asambleas vecinales que se salieron de madre. Muy poca cosa. La sedición estaba completamente aletargada. Por otro lado, lo que sucede, visto desde una perspectiva europea occidental, es que sencillamente no es homologable que puedan imponerse penas de hasta 15 años por un mero delito contra el orden público. Por mucho que se repita lo contrario por parte de muchos, no hay en los países de nuestro entorno delitos comparables: afirmar lo contrario es usar alternative facts, es ficción. Esto no es opinable: es cuestión de leer los preceptos correspondientes en los códigos de Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Portugal o Suiza. Hay un trecho muy significativo, una diferencia cualitativa, entre estos ordenamientos, que tipifican diversas formas de resistencia al ejercicio de la autoridad del Estado con penas muy inferiores, y el comportamiento típico descrito y las penas amenazadas en el artículo 544 del Código Penal, que no deja de ser una rebelión no violenta. Solo una especie de papanatismo inverso, un ¡Vivan las caenas! redivivo, puede asumir que se amenace la pena máxima del delito de homicidio doloso por unos hechos en los que ni se vierte ni una gota de sangre, ni es necesario plan alguno de que esto suceda.

Las penas colocan a la sedición cerca de su estirpe originaria, la rebelión, y lejos de sus vecinos actuales, los desórdenes públicos. Así las cosas, la diferenciación entre ambos delitos se ha acabado centrando en aspectos meramente subjetivos, en los diferentes fines que se persiguen en cada caso: cambiar todo violentamente, la subversión, en la rebelión; obstaculizar el funcionamiento del Estado, en la sedición. El delito de sedición actual muestra, aparte de esta sobrecarga en las finalidades —lo que siempre introduce el riesgo de que se juzguen ideas y no actos, y puede generar un desaliento en el ejercicio de los derechos fundamentales— de los sediciosos, un muy mal encaje entre las demás infracciones contra el orden público, debido también a que su redacción es muy vaporosa. En última instancia, no hay espacio entre la resistencia a la autoridad o los desórdenes públicos graves y la rebelión para este extraño tercer nivel intermedio. La sedición no puede ocultar su origen, su esencia. Un origen que está en las prácticas autoritarias endémicas en nuestros siglos XIX y XX: represión militarizada —antes de la invención del término “terrorismo” como categoría penal— de toda disidencia organizada, ley de fugas incluida. Los subversivos como rebeldes o sediciosos: cosas del pasado.

Que la derogación de esta infracción que ha anunciado el presidente del Gobierno tenga que producirse en medio del enorme ruido (nada menos que acusaciones de ¡“traición” a la patria!) generado por los efectos de la reforma sobre las condenas de los líderes independentistas catalanes no puede oscurecer el hecho de que, desde un punto de vista técnico-jurídico, la sedición debe desaparecer en un Derecho Penal democrático. Y quizás sirva para que el legislador salga de su letargo y desidia en materia penal, y vaya eliminando otros obuses olvidados de otros tiempos que pueden llegar a explotar: lo que está en la ley puede ser aplicado.

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