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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El ineficiente dogmatismo de los conservadores

El nacionalpopulismo lleva a los conservadores británicos no solo a la degradación democrática sino a la ineficacia

Boris Johnson y Liz Truss, en el Parlamento británico el pasado febrero.
Boris Johnson y Liz Truss, en el Parlamento británico el pasado febrero.JESSICA TAYLOR (AFP)
El País

La temprana y aparatosa caída de Liz Truss tras apenas un mes y medio en Downing Street ha expuesto en toda su crudeza no solo la involución específica del Partido Conservador británico, sino también un desafío que atañe de forma más amplia a las sociedades occidentales: el riesgo de desorientación de formaciones conservadoras tradicionales como consecuencia del auge de fuerzas nacionalpopulistas. Estas ideas agitan las sociedades occidentales no solo por medio de partidos radicales, sino también por sus efectos sobre formaciones antaño portadoras de otros valores. Los tories encarnan a la perfección ese riesgo con su tremendo viaje a lomos del Brexit, su contorsionismo para frenar a Nigel Farage y un declive que los entregó a dirigentes tan alejados de los estándares como Boris Johnson. Pero no es el único caso.

Al otro lado del Atlántico, el Partido Republicano también se halla en una inquietante deriva desde que se consolidaron las tesis de una ultraderecha nacionalista, proteccionista y retrógrada tras el advenimiento de Donald Trump, que también aupó al poder a figuras cuya adecuación a las magistraturas que asumieron era más que cuestionable. Está por ver que el magnate vuelva a competir por la presidencia de EE UU, pero lo que resulta meridianamente claro es que sus tesis mantienen hoy un enorme protagonismo en esa formación. Valga, entre muchos ejemplos posibles, la reciente declaración del líder de los republicanos en la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy. Según ha dicho, si su formación gana las elecciones de noviembre, Ucrania debería prepararse para una reconsideración de la ayuda estadounidense con el argumento de que EE UU se dispone a afrontar una recesión.

En Europa continental también hay casos significativos. La formación conservadora tradicional francesa —Los Republicanos, herederos del gaullismo— se halla en un problemático viaje en el que, ante la pujanza de Marine Le Pen, ha abrazado en los últimos años tesis extremas. En la última campaña electoral, sus candidatos asumieron en conjunto la promesa de convocar consultas ciudadanas para proclamar la primacía del derecho francés sobre el comunitario en materia de inmigración, un auténtico torpedo en la línea de flotación de la UE. Esa radicalización de las clásicas posiciones conservadoras no parece haber aumentado sus grises expectativas. En Italia, la formación local perteneciente a la familia popular europea, Forza Italia, se halla en la excentricidad más absoluta, como muestran las bochornosas simpatías de Silvio Berlusconi por Vladímir Putin y su causa. Tampoco su futuro próximo parece muy prometedor.

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El reto planteado por los abanderados del nacionalpopulismo es formidable en una época de turbulencias y con muchos ciudadanos descontentos, que se encomiendan al proteccionismo y a la nostalgia de pasados con menos derechos y menos inmigrantes. Parte esencial de la respuesta a ese desafío y de la aspiración a un devenir menos tóxico en las democracias occidentales es la persistencia de una vigorosa familia conservadora moderada y pragmática. Ojalá en la Europa continental logre seguir contribuyendo a la construcción de nuestras sociedades lejos de un extremismo ideológico plagado de mantras vacíos o directamente nocivos. Frente a la ineficacia británica que ha estado a punto de arruinar su país, víctima del contagio dogmático nacionalpopulista, la líder conservadora Ursula von der Leyen se abre al pragmatismo y acepta estudiar las propuestas energéticas para toda Europa de un Gobierno progresista como el español, ajeno a su familia ideológica.

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