El poder de Madrid
Hace 40 años, la capital tenía mucha más autoridad nominal sobre el resto del país, y hoy tiene mucha menos. Su influencia y su peso, sin embargo, son superiores y le resultaría útil fortalecer su perfil internacional
No hay capital que no haya sido aborrecida: hace solo unos años, oíamos hablar de la “Roma ladrona”, en Italia, o de “la ciénaga” de Washington, en EE UU, pero tampoco es difícil oír invectivas contra la hipertrofia de Londres y la burocracia de Whitehall. En cuanto a Francia, basta comprobar la evolución de hablantes del provenzal para comprender que, a ojos de París, la diversidad regional cuenta más como postal turística que como activo político. Ocurre a cualquier escala: Elche se queja de Alicante como Alicante se queja del centralismo valenciano, y Reus se queja de Tarragona como Tarragona se queja del centralismo barcelonés. A Juanma Moreno casi le dedican cantares de gesta por ser un malagueño con mando en Sevilla.
No es fácil buscar soluciones: si hace ya una década que hay más humanos en la ciudad que en el campo, es por la capacidad de atracción no de cualquier tipo de ciudad, sino de las grandes urbes. Las buenas gestiones locales parecen más efectivas, en todo caso, que los bienintencionados proyectos gubernamentales de nivelación: de un lado, las transformaciones de Málaga o Newcastle; del otro, nuestra muy quietista propuesta para desconcentrar órganos administrativos o las dos décadas de departamentos dedicados a “reequilibrar” el Reino Unido: ya el hecho de llevar dos décadas nos dice algo sobre sus éxitos. El malestar contra las ciudades, en todo caso, no parece que vaya a remitir: quienes importan mucho, van a importar cada vez más, y al revés. Uno puede consolarse con que hubiera podido ser peor: el Estado de las autonomías ha sido también un esfuerzo para fijarnos al terreno y tener que movernos menos —con universidades más cercanas, descentralización de las decisiones, inversión pública en general— de nuestras casas.
Afectos, según Menéndez Pelayo, a una noción municipal y foral de la libertad, o simplemente quisquillosos de lo nuestro, los españoles hemos elevado a delicatessen la capacidad de ofender y ser ofendidos en cuestiones de oriundez: pobre de aquel que utilice términos como “meseta”, “Levante”, “periferia” o “peninsular” a modo de descriptor geográfico y sin conciencia de los siglos que el diablo lleva cargando las connotaciones. Aun así, puede postularse que —dentro o fuera de España—, Madrid ha sido una capital con una tradición particularmente consistente en la crítica, desde que, de modo inolvidable, Baltasar Gracián la acusara de “nunca haber podido perder los resabios de villa”. Esta “Babilonia de naciones no bien alojadas” sería capital de vicios y ligerezas dieciochescas y, un siglo más tarde, nudo de los apaños de la Restauración, para luego ser atizada por una cosa y su contraria: si los intelectuales del 14 la consideran provinciana y a medio europeizar, en los aledaños del 98 se critica a la ciudad liberal e industrial frente a la alabanza esencialista del agro. Es llamativo que la izquierda tenga hoy tantos problemas en Madrid cuando puede reivindicar algunos momentos muy madrileños: la Movida como estreno de libertades de los niños bien, el mito de Enrique Tierno Galván, el despliegue de su autonomía o, más atrás, la repulsión franquista al Madrid de la guerra, bien estudiado por Fernando Castillo Cáceres. En la competición de narrativas de nuestros días, sin embargo, la izquierda está ausente: tenemos el Madrid expiatorio de los nacionalismos, y un biotopo único de thatcherismo y casticismo que, como los callos a la madrileña, ha ganado más sabor en el tiempo que va de Esperanza Aguirre a Isabel Díaz Ayuso.
Hay realidades, en todo caso, que se imponen, aunque no les hagamos el relato: hace 40 años, Madrid tenía mucho más poder nominal sobre el resto del país, y hoy tiene mucho menos. Su influencia y su peso, sin embargo, son superiores, como bien puede lamentar un leonés sobrepasado por su protagonismo mediático. A inicios de la Transición, era posible alardear de tener una capital económica y una administrativa en España: es un fenómeno que ya no existe. Algunos lo explican por el “efecto capitalidad” o por las infraestructuras, quizá sin ver de cuánto poder —con justicia y no poca convicción— se emasculó la capital. Otros, como el sociólogo Andrés Rodríguez Pose, aluden a la distinta deriva de instituciones y sociedad civil: “Madrid, que comenzó la Transición sin una identidad fuerte ni bien definida, logró tender puentes entre diversos grupos dentro de la comunidad y forjó una identidad regional y un aparato institucional recreados, poniendo las bases de una ciudad nueva, más poderosa y confiada”.
Se ha reprochado el surgimiento de un nacionalismo madrileño que alejaría a Madrid del resto del país: no lo creo, pero es sabido que, con los nacionalismos, solemos reservar la tolerancia para el propio. Más útil sería a Madrid fortalecer su perfil internacional, donde Barcelona, por cierto, tiene lecciones importantes y no siempre gratas que ofrecerle. A meses de las elecciones, a Madrid le falta el gran proyecto que siempre le faltó, y que ojalá no consista en vender de puertas adentro que queremos —otra vez— ser la nueva City. Por ahora, más que el nacionalismo, el peligro que acecha es el conformismo, la comodidad de una identidad autosatisfecha aunque sea por las cañas y las tapas. Hay casos no tan lejanos que demuestran dónde lleva la mucha complacencia en la propia identidad.
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