Sombreros de Kennedy, corbatas de Sánchez
La prenda morirá —o no— sola, quizá convertida, para algunos, en un signo de esnobismo autosatisfecho. Otros la seguiremos llevando cuando toque, contentos de no transigir con la vejación de los grandes de este mundo al jugar a ser cercanos cuando sabemos que no lo son
De la pelambrera romántica a la gomina joseantoniana y del bigote facha a las barbas progres de la Transición, no ha sido inhabitual lucir la ideología como quien lleva un sombrero. Galdós nos habla incluso de aquellos elegantones madrileños que —en tiempos de la Restauración— se perfilaban patillas y bigotes para emular a los Sagasta y a los Cánovas. Y en nuestro propio tiempo hemos visto todo lo que va de la pana fatigada del felipismo a las corbatas rosas del primer Gobierno Aznar o el guardarropa del Alcampo de Podemos. Hubo un alcalde heavy del PP que, justamente, se hizo famoso por ser heavy y del PP, pero —ya lo lamento— algo tiene la militancia que lleva a la uniformidad: el cuadro ideal de Ciudadanos parece siempre venir de pedir un crédito para su start-up, igual que el de Vox —pulseras y pecho español al descubierto— tiene aire de venir de una capea.
Nuestro tiempo ha elevado estas observaciones costumbristas a la altura del análisis semiótico, pero semiotas hay ya en todos los bandos, ante todo en la cantera de la asesoría política, y cada día hay que elegir el tuit y el vestuario. Pensemos en el vértigo existencial del diputado medio de la CUP por la mañana ante su armario: ¿qué camiseta con mensaje elijo hoy? Vestirse debe de ser un trámite angustioso cuando de nuestra ropa dependen cuestiones de tanta trascendencia como, qué sé yo, la soberanía alimentaria o la prosperidad del Kurdistán. Llegamos siempre a lo mismo: ninguno discreparemos de que lo importante va por dentro, pero es signo de la época sentirse empoderado al lucir nuestra propia santidad —tantas veces conformidad— ideológica por fuera. En el Madrid político, que todavía tiene tanto del Miau de Galdós, debe de ser cosa notable observar cuántos, tras el anuncio de Pedro Sánchez, han consignado la colección de corbatas al trastero. Está por ver que la electricidad y Sánchez no terminen con la corbata, como terminaron con los sombreros a medias entre Kennedy y los coches.
En algo han tenido razón los semiotas: la Venus de Milo no es un trozo de mármol ni la corbata es solo una tira de seda. Permitía trazar distinciones entre un sábado de boda y un domingo de resaca. Alimentaba ritos de paso, de la escena padre-hijo en el espejo del baño a una cierta rebeldía adolescente. Alimentaba la autoestima laboral del que había llegado a —palabra de otro tiempo— chupatintas. Alimentaba también las lealtades: leo que hasta la asociación de productores de huevos de Yorkshire tenía su propia corbata, con estampado de gallinas ponedoras. En política ha servido para todo: Clinton alababa las corbatas de sus invitados para romper el hielo conversacional; Cossiga las regalaba como una manera de expander el Made in Italy. Hubo incluso estudios sobre la orientación del voto parlamentario según los diputados lucieran lunares más pequeños —rasgo conservador— o más audaces y lustrosos. Ahí la corbata actuaba como signo civilizador: permitía mostrar un rasgo de individualidad en un espacio mutuamente aceptable, tan escaso que nunca se impondría o avasallaría la individualidad de los demás. Había algo sabio en la corbata, sí: la comprensión de que la vida en sociedad no es el gran teatro para la expresión de nuestro yo, sino el lugar donde cada uno se vincula y se obliga a los demás según convenciones forjadas por consenso del tiempo. Todo lo contrario de la camiseta-mensaje.
Quizá Sánchez ignoraba que la corbata permite, a físicos menos normativos que el suyo, la mínima cuota de vanidad que cualquiera necesita. El ascenso de las temperaturas o la crisis energética son asuntos de una trascendencia que —esperemos— vaya más allá de ese postureo ético y del exhibicionismo moral que requiere la autenticidad contemporánea. La corbata morirá —o no— sola, quizá convertida, para algunos, en un signo de esnobismo autosatisfecho frente a la humanidad común. Otros la seguiremos llevando cuando toque, contentos de no transigir con la vejación de los grandes de este mundo —políticos, CEO, tantos jefes— al jugar a descorbatarse y ser igualitarios y cercanos cuando sabemos bien que no lo son. Es llamativo que prestemos atención a las multinacionales que nos dan de comer o de leer pero que no nos estemos resistiendo a la uniformidad de quienes quieren vestirnos: al fin y al cabo, hay mil maneras de llevar corbata y solo una de no llevarla. Pero quizá sea este un debate mal emplazado: como ocurre tantas veces en la vida, uno se siente oprimido con la corbata, cuando tal vez sólo se ha equivocado de camisas.
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