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'Miau'

El año 1888, Pérez Galdós, que entonces tenía 46 años, publicó una novela de extraño título, Miau. Una tragedia oscura, espesa y funcionarial. El rey Alfonso XII había muerto en El Pardo tres años antes. El futuro rey Alfonso XIII nacería en 1886, pocos meses después de la muerte de su padre. La reina regente, María Cristina, en cuyas manos quedaba, hasta la mayoría de edad de su hijo varón, la restauración inspirada años atrás por Cánovas e impuesta por las armas de Martínez Campos el - 29 de diciembre de 1874, había de contar con el apoyo de los dos partidos dinásticos, el Conservador, donde seguía gobernando Antonio Cánovas, y el Liberal, de Práxedes Mateo Sagasta. Ambos líderes acordaron, según se dice, precisamente en El Pardo y poco menos que ante el lecho de muerte del rey Alfonso XII, una "razonable" alternancia en el poder.La estabilidad allí pactada acabó por quebrarse muchos años después, entre otras, a causa de la incapacidad de aquel sistema político para transformarse y dejar entrar en su seno a los representantes de las clases emergentes. La estabilidad de la restauración estuvo trufada de pucherazos y empantanamientos. Tampoco fue capaz de entender la función pública como algo que iba más allá del clientelismo partidario. Con todo ello le hizo un pésimo favor al Estado, a su modernización y, por ende, al país entero.

Aquella burocracia estatal, según ha escrito Federico Carlos Sainz de Robles, se asemejaba al mar, donde la ola que llega borra lo que la anterior dibujó en la arena. Borrón y cuenta nueva. Cuando subía al poder uno de los partidos, no sólo cesaban los anteriores ministros y los directores generales, también los jefes de administración, los jefes de negociado, oficiales, escribientes, conserjes, ordenanzas y porteros. Todos cesantes. Galdós quiso pintar un fresco oscuro de ese engendro, más cerca de las tinieblas de Goya que de la luz de Fra Angélico.

Miau es la historia de Ramón Villaamil, un cesante, y la de su familia, los Miau, a quienes les venía el nombre de su aspecto felino, gatuno. Doña Pura, la esposa, apresada en el quiero y no puedo; doña Milagros, la cuñada; Abelarda, la hija, que se resiste a envejecer; Luisito, el nieto maltratado por sus compañeros de escuela., a quien se le aparece Cristo, y Víctor Cadalso, el yerno viudo, rey de las burlas y de la mala fe. El vía crucis amargo de Ramón Villaamil en su viaje cotidiano en busca de trabajo es el eje de la novela galdosiana, llena de referencias minuciosas y constantes a la burocracia donde la intriga y la arbitrariedad son las reinas. "Pues el Estado es el mayor enemigo del género humano, y a todo el que coge por banda le divide", escribe Galdós, poniéndolo en boca de Villaamil.

Una vida, la de Villaamil, llena de esquinazos, quien, al no soportar su calvario, decide pegarse un tiro, mas en su desesperación piensa que aquel revólver comprado en la calle Alcalá, al igual que el resto de las cosas en su aperreado vivir, no va a funcionar. Sin embargo, "retumbó el disparo en la soledad de aquel abandonado y tenebroso lugar; Villaamil, dando terrible salto, hincó la cabeza en la movediza tierra y rodó seco hacia el abismo, sin que el conocimiento le durara más que el tiempo necesario para poder decir: 'Pues... sí..."

Un siglo después, sería lógico pensar que tales usos han pasado a la historia de la España negra y cicatera, y en buena medida así ha sido, pero, a lo que se ve, no tanto. Con la tan ansiada vuelta de la derecha española al Gobierno, y contraviniendo todas sus promesas, la función pública se ha visto sacudida, como en un terremoto, por la cesantía. Por suerte, desde Ramón Villaamil hasta hoy, las cosas han mejorado. Entonces el cesante quedaba pura y simplemente en la calle. Hoy, más moderadamente, el cesante queda relegado al pasillo. Es difícil hacer la cuenta exhaustiva, pero unos cuatro mil funcionarios han sido removidos de sus cargos, simplemente, por haber tenido la desgracia de ser nombrados durante los 13 años de Gobierno socialista. El 90% de los altos cargos, la mayor parte de ellos funcionarios de carrera, han sido cesados en sus puestos sin que una buena proporción haya podido encontrar un avío en la sacrosanta estructura funcionarial. Vale decir, se les han reducido sus emolumentos (un subdirector general sin puesto en la estructura pierde un millón de pesetas al año).

Todos, sí, todos los jefes superiores de policía han sido cesados, y el mismo camino han seguido la mayor parte de los jefes de Tráfico, los directores y subdirectores de Prisiones, todos los presidentes de confederaciones hidrográficas, todas las autoridades portuarias. Veintiséis de los 27 jefes de inspección del Ministerio de Educación también han sido cesados. Jefes de unidades de programas, inspectores y coordinadores de ese ministerio han seguido parejo itinerario. Casi la mitad de los subdirectores generales de la Administración central, cargos de carrera y no políticos, se han visto asimismo cesados. La riada se ha llevado por delante a porteros mayores y responsables de protocolo. Los directores provinciales de Trabajo, del Instituto Nacional de Empleo (Inem), del INS, de la Tesorería de la Seguridad Social, de Educación, del Insalud... han caído, víctimas, igualmente, del seísmo. Los hospitales, los centros de atención primaria y un largo etcétera no se han librado de la quema (el 90% de los gerentes hospitalarios, el 60% de los directores médicos, el 50% de los directores de enfermería, el 35% de los subdirectores de enfermería). Hasta a los directores provinciales de la Muface les ha alcanzado el bombardeo. Para no hablar del servicio exterior, donde la remoción de embajadores más se parece a un cambio de régimen que a una alternancia en el Gobierno.

¿Una plaga? En efecto, un virus, hasta ahora desconocido, ha sido descubierto. Detectado mediante un test, quien resulta PSOEro-positivo pasa a engrosar la lista de los cesantes, para ser sometido de inmediato a rehabilitación y curación en los pasillos de los ministerios.

La brutalidad es, en este caso, pareja del disparate, pues representa la negación de los principios que rigen en una función pública moderna. Ésta, independientemente de las creencias y expresiones políticas de sus miembros, ha de ser neutral para poder ser leal, y ¿qué neutralidad cabe esperar de un funcionariado al que se somete a semejante purga? El cambio de régimen que se produjo durante la transición, con UCD en el Gobierno, no trajo, ni de lejos, una remoción de este tamaño, y lo mismo cabe decir de la alternancia producida con ocasión de las elecciones celebradas en octubre de 1982. Tanto el PSOE como el PP han llevado en sus programas electorales la intención de extender la carrera funcionarial hasta incluir en ella el nivel de director general. El PSOE no lo llevó a la práctica cuando gobernó, pero, al menos, el 82% de los directores generales eran funcionarios de carrera cuando los socialistas perdieron las elecciones en 1996.

Un portero mayor o una jefa de enfermería, un subdirector general o un gerente hospitalario nada hacen que tenga que ver con los cambios políticos. ¿Por qué esos ceses? La razón viene, no de la mano del cambio de Gobierno, sino de, por un lado, la venganza que los afines pretenden perpetrar con los de la "otra cuerda", y, por otro, es el fruto amargo de un clientelismo, provinciano o burocrático, que pretende satisfacer a los propios en perjuicio de los ajenos. Un perjuicio que no se queda en el ámbito de los cesantes, sino que se amplía a los usuarios, a los ciudadanos, es decir, a toda la función pública, que se ve, de esta forma, sometida a una inestabilidad incompatible con sus labores al servicio del público. La politización partidaria se inocula, así, en el cuerpo social constituido por los servidores públicos, convirtiendo su convivencia, necesariamente plural, en campo de lucha partidaria con las consecuencias nefastas fáciles de prever.

El desprecio por la estabilidad funcionarial que tales ceses denuncian, o bien indica que los nuevos gobernantes han llegado con la intención de quedarse eternamente, o bien estamos ante la satisfacción de unas inaceptables aspiraciones vengativas y arribistas por parte de quienes poseen como mérito principal, si no único, el carnet y la militancia, sin tener en cuenta el riesgo que ello anuncia de, llegado el momento, ser medidos con la misma vara de avellano. Lo primero negaría la democracia, lo segundo la degrada, pues una purga no se cura con otra, sino que introduce el primer eslabón de una cadena en espiral que conduce al desastre. ¿Dónde van a ir a parar los principios de trabajo y de mérito que han de regir la promoción y el buen hacer de los funcionarios?

Todo puede tener su explicación en el desprecio por lo público que algunos representantes de la derecha, tan ideólogos como iletrados, parecen sentir. Pero justo es decir que tales ideas no concuerdan con el pensamiento tradicional de la derecha española. A no ser que esta derecha, hoy gobernante, resulte ser a la postre, acerca de este y otros asuntos vitales, no como algunos pensábamos, sino como muchos se temían. Desgraciadamente, todo apunta a la confirmación de tan pésima hipótesis. La función pública está al servicio de los ciudadanos, sometida jerárquicamente al Gobierno, a cuyas políticas debe servir con lealtad. La confianza es fruto de esa preceptiva lealtad, pero nunca puede derivar de la adscripción política personal de los funcionarios. Pervertir estos principios constituye un ataque contra uno de los pilares sobre los que se apoya la democracia moderna.

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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