No callarás
En una sociedad que ha dejado de ser católica estaría bien contar con alguna voz católica de referencia, siquiera para no tener que avergonzarnos de algunos silencios, como el de los abusos sexuales
Vivíamos mucho peor con Diocleciano, pero quien hoy siga considerándose católico tendrá que conllevar algún que otro estupor. En apenas dos generaciones hemos pasado del catolicismo unánime a la ruptura en la transmisión de la fe: los abuelos tal vez rezaban el rosario en familia, pero los nietos ya no han sido bautizados. A mediados del XIX, el poeta Matthew Arnold escuchaba la bajamar de la fe en Inglaterra como “un clamor largo y melancólico”: por contraste, en España, el proceso de secularización ha sido mucho más tardío pero mucho más veloz. La contestación a la antropología cristiana ya es mayoritaria tanto en la política como en la sociedad españolas: este fenómeno, quizá previsible en países noreuropeos, lo era mucho menos en un país de monocultivo eclesiástico, y sin embargo el catolicismo ha perdido batalla tras batalla cultural desde la Transición. Por otra parte, la ilusión del catolicismo de masas —aquellas Jornadas de la Juventud impulsadas por el papa Wojtyla— ha cedido paso a un reajuste de los números, del mismo modo que hay una relación directa entre el avance de las comunidades protestantes en América Latina y el declinar de las católicas. En fin, cómo olvidarlo: tenemos dos papas. ¿La nave zozobra? Como mínimo, volvemos a las dimensiones —según había visto Ratzinger en la posguerra— del pequeño rebaño.
No está claro, sin embargo, que haya habido una sustitución de la cantidad por la calidad, del catolicismo inercial por el comprometido. El post Concilio puso en olvido una nota hasta entonces propia de las comunidades católicas: antaño conocidas por una piedad irritante de tan terca, hemos visto el languidecer no solo de los creyentes, sino de la propia práctica religiosa. En la raíz de este abandono late una desorientación: la dificultad de responder a la pregunta que sirvió para convocar todo un Concilio, y que busca establecer qué relación debe tener la Iglesia con el mundo contemporáneo. No es la primera vez que un concilio tarda en revelar sus frutos. Pero parece claro que la respuesta sigue siendo discutida: como muestran las controversias en torno a la liturgia, la Iglesia lleva décadas sin suturar una divisoria cada vez más visible entre —a falta de otros nombres— progresismo y tradicionalismo. Y estamos en ese momento de desunión en el que ya no se entiende no posicionarse.
Vista como frikismo extemporáneo, apego estetizante o militancia reaccionaria, la opción romana carece en nuestra época del humus que la hizo interesante en otros tiempos: las décadas existencialistas, por ejemplo, o esos años del siglo XX en que, según rezaba la boutade, uno se convertía “al partido católico” o a “la iglesia comunista”. No es solo el cristianismo: a punto de transitar por su primer cuarto, nuestro siglo se ha caracterizado por el silencio, cuando no el descrédito, de lo sagrado, en todo lo que va de Dawkins a Harari. La propia fe, que hasta hace no tanto era también una manera de ordenar el mundo, se ha reducido al papel de guía o transformación personal. De ahí también algunas manifestaciones contemporáneas que, con su dosis de sentimentalismo y ñoñería, han llevado a una religión dramática como el catolicismo al terreno de la autoayuda.
En sociedades abiertas como la nuestra, cualquier opción tiene que hacerse hueco en el buffet libre de las ideologías. Por el momento, es una jugada que los católicos españoles no hemos jugado con brillantez, quizá por falta de costumbre. Con todo, lo más llamativo es que, tal vez por miedo a la cancelación, el catolicismo español —sus intelectuales y escritores— haya preferido replegarse y jugar cómodo allá en los límites de su propia parroquia, donde su prédica será aplaudida, y toda llamada a la guerra cultural será tan jaleada como, en último caso, intrascendente: ¡Id por Sotogrande y predicad el Evangelio!
En una sociedad que ha dejado de ser católica estaría bien —como en Francia, Inglaterra, Alemania— contar con alguna voz católica de referencia, siquiera para no tener que avergonzarnos de algunos silencios. Uno no imagina a Julián Marías sin dedicar tiempo y folios a los abusos infantiles, a un escándalo que ha supuesto tanto dolor para tantos, y que ha golpeado esa última confianza que tenían en la iglesia muchos que ya no tenían fe.
¿Cuándo ha habido más deber de hablar, cuándo ha sido más urgente no callarse? Incluso los obispos han estado más rápidos que los intelectuales. En los años cincuenta, el actor Alec Guinness se convirtió al catolicismo. Mientras rodaba El padre Brown, vestido de cura, en Francia, un niño pequeño se le acercó y le tomó de la mano: al actor le impresionó hondamente la confianza que la simple ropa talar podía despertar en una criatura inocente. Asombra recordar esa escena hoy, sin duda. Tanto como duele pensar si no habrá estado mal repartido el tiempo dedicado al debate del nasciturus y el dedicado a la defensa de los niños abusados.
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