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Tribuna
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La victoria póstuma de Reagan, Thatcher y Wojtyla

La actual ofensiva conservadora en América tiene su origen en la alianza de los tres grandes líderes mundiales de los años ochenta contra el comunismo

Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en la cumbre del G-7 en Toronto, en 1988.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en la cumbre del G-7 en Toronto, en 1988.Gary Hershorn (REUTERS)

La mayoría aplastante conseguida mediante intrigas palaciegas en el Tribunal Supremo de Estados Unidos por el sector más intransigente de la sociedad y la política, está culminando desde la vía judicial lo que nunca habrían conseguido en la pura contienda democrática en las urnas.

Para analizar el porqué de la fuerza que hoy exhiben las iglesias y las sectas protestantes de la derecha más extrema en todo el mundo y cuál fue el origen de esta hegemonía, debemos remontarnos al inicio de la década de los años ochenta, cuando coincidieron tres “reinados absolutistas” de profundo calado que realmente cambiaron el mundo. Me refiero a los mandatos simultáneos de Ronald Reagan en Estados Unidos, Margaret Thatcher en el Reino Unido y el papado de Karol Wojtyla. Los tres estaban convencidos de que la debilidad de la Unión Soviética ofrecía una oportunidad histórica para acabar también, por extensión, con la hegemonía de la izquierda y el liberalismo (en su acepción más americana) en el terreno de las ideas. Debilitar aún más a la Unión Soviética, acabar con su influencia en la Europa del Este y en Latinoamérica y poner fin a su supuesta influencia en el terreno de unas ideas que consideraban demasiado radicales se convirtió en un objetivo común.

Juan Pablo II había vivido siempre, hasta que fue elegido Papa en 1978, bajo el yugo del comunismo polaco, en una iglesia a la que simplemente se toleraba. Había aprendido a sobrevivir en ese medio, pero su mayor deseo era acabar con el comunismo, primero y sobre todo en los países europeos directamente dependientes de la Unión Soviética, pero también en la contaminada América Latina, donde la Teología de la Liberación aplicaba algunas teorías que él mismo y el entonces cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, consideraban pura herejía.

Para Margaret Thatcher, el problema del izquierdismo era principalmente una cuestión interna del Reino Unido. Los sindicatos habían hundido la economía y estaban haciendo imposible la gobernabilidad de su país. Con sus teorías ultraliberales y el camelo del “capitalismo popular” iba a cambiar Gran Bretaña de arriba abajo y, de paso, contribuiría también a variar la percepción mayoritaria respecto de las bondades del capitalismo neoliberal y de las maldades de la socialdemocracia en el resto del mundo.

El caso de Reagan era más complejo. Por un lado, tenía muy claro que había que liberalizar al máximo la economía, desregular todo cuanto fuera desregulable y, en definitiva, hacer buenas las teorías más radicales y descabelladas, al estilo de Milton Friedman, sobre que la mejor forma de acabar con la pobreza era hacer más ricos a quienes ya lo eran. Pero Reagan fue también enormemente intervencionista en América Latina. Apoyó a gobiernos de extrema derecha que no respetaban los derechos humanos, hizo la vista gorda cuando cometían atrocidades contra la población civil con la excusa de acabar con las guerrillas armadas, y ofreció asistencia directa desde la Escuela de las Américas en la formación militar y antiguerrillera de los ejércitos de los países “amigos”.

La alianza de los tres dirigentes, y algunos otros que les sirvieron de comparsa, funcionó a la perfección por lo que respecta al desmoronamiento estrepitoso del régimen soviético y la implantación de regímenes más o menos homologables como democracias en los países que habían pertenecido al telón de acero. Pero Wojtyla y el futuro papa Ratzinger se equivocaron de lleno en su estrategia latinoamericana. Eligieron muy mal a su aliado y fallaron a la hora de confiar en que también en América Latina sus intereses eran los mismos. En aquel tiempo, Latinoamérica era el principal granero de fieles de la Iglesia católica, con una clara tendencia al alza. La Teología de la Liberación y otras expresiones de iglesia popular que no forzosamente tenían por qué ser de izquierdas, aunque sí estaban renovando las formas tan encorsetadas de la religiosidad que provenía de Roma y de la vieja Europa, estaban movilizando a millones de fieles. De repente, una extraña coalición de intereses incluso opuestos entre sí provocó el repliegue del catolicismo y, sobre todo, de una forma muy significativa, un crecimiento exponencial de la presencia de misioneros y de sectas e iglesias evangélicas ultraconservadoras que sembraron gran parte de América Latina con miles de millones de dólares. Ocurrió especialmente en Centroamérica.

Hoy esta movilización protestante es ya hegemónica en los países de América Central. Hasta en la Nicaragua del dictador Daniel Ortega, más allá de la alianza con lo peor del catolicismo oficial, lo que de verdad asombra es ver hasta qué punto las sectas ultraconservadoras se han extendido por todos los rincones del país, hasta los más apartados y abandonados por el Gobierno, y están conquistando las voluntades de la población vulnerable gracias a acciones solidarias y a ofrecerles un poco de esperanza en medio de la miseria. Y lo mismo ha sucedido en Honduras o Guatemala.

La cruzada obsesiva ultraconservadora de Wojtyla y Ratzinger en América y su alianza con la Administración Reagan consiguió en la práctica desactivar a los teólogos progresistas y desmantelar a las entonces potentes organizaciones populares católicas, pero el precio fue que esa iglesia fuese en gran parte suplantada por organizaciones e iglesias no católicas al servicio de las políticas más conservadoras. Nunca me ha parecido que este hubiera sido un gran negocio para el catolicismo oficial ni que detrás de la estrategia vaticana de aquellos años hubiera habido una jugada muy inteligente.

En el terreno político, la consecuencia hoy más sorprendente está siendo el giro hacia la extrema derecha de las comunidades hispanas en Estados Unidos, que tradicionalmente habían apoyado al Partido Demócrata. También la imposición de tesis y de leyes que atentan contra derechos humanos o incluso, a veces, contra el sentido común más elemental en un Estado democrático, plural y aconfesional (leyes antiaborto, oración en las escuelas públicas, equiparación del creacionismo con las teorías científicas, etc.). Las barbas del vecino deberían estimularnos a no bajar la guardia tampoco en este aspecto en nuestro país.

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