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Política económica
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tentanción de la ‘reaganomics’

Las bajadas de impuestos del expresidente de EE UU no solo no aumentaron la recaudación, sino que dispararon el déficit

Negocios
MARAVILLAS DELGADO

Aunque todavía estamos lo suficientemente lejos como para tener algo de margen de maniobra, según se van conociendo los datos sobre la evolución del precio del petróleo y la inflación en las economías desarrolladas, el fantasma de la crisis de 1973 va tomando cuerpo y con él, las recetas que se aplicaron en los ochenta para combatir sus efectos. En aquel momento, la reaganomics y la agresiva política de Margaret Thatcher en el Reino Unido, alentadas por lo que se llamó la “nueva macroeconomía clásica” y la “economía de oferta”, ofrecía un paquete de medidas económicas destinadas a acabar con los desequilibrios presupuestarios, mejorar la competitividad de las empresas y generar un ajuste económico que terminaría con contener la inflación y reactivar el motor del crecimiento económico. Esta formulación de política económica, que despectivamente se denominó “neoliberalismo”, un concepto impreciso y líquido, mantuvo su hegemonía intelectual durante más de 20 años, y hoy, de nuevo, despierta para ofrecer un programa económico basado en bajos impuestos, desregulación, privatizaciones y apertura internacional. Según se mantengan los actuales niveles de inflación, los cantos de sirena resonarán con más fuerza para atraer no ya a los líderes políticos, sino también a las instituciones económicas que, en buena medida, prescriben los contenidos de las políticas económicas.

Sin embargo, habría que revisitar la historia económica para saber hasta qué punto tuvo efectos reales. Las bajadas de impuestos de Reagan no sólo no aumentaron la recaudación, sino que llevaron a Estados Unidos a déficits públicos muy abultados. Las privatizaciones de servicios permitieron enjugar en algún grado las cuentas públicas, a costa de una reducción en la calidad y la cobertura de ellos. La apertura de la cuenta de capital y la desregulación financiera generó el bum de los ochenta —­el famoso big bang de la City londinense— y sentó las bases para la crisis financiera internacional del año 2008. Y la desigualdad económica, que llevaba prácticamente un siglo reduciéndose, volvió a ampliarse notablemente hasta las cifras que hoy conocemos. En definitiva, un balance pobre al que ni siquiera se le puede atribuir el control de la inflación, pues fue la actuación de la Reserva Federal la que terminó, a costa de reducir notablemente el crecimiento económico, estabilizando los precios.

Así que volver a la política de los años ochenta parece poco factible: no hay sector público que privatizar, las economías ya están abiertas —de hecho, lo que estamos viviendo es un paulatino retroceso de la globalización— y los márgenes para nuevas bajadas de impuestos son cada vez más escasos. Buena parte de los postulados de la “economía de oferta” han sido desacreditados por la evidencia, hasta tal punto que George Bush la denominó “economía vudú”, y el premio Nobel de Economía Paul Krugman caracterizó a sus seguidores como zombis. Los mediocres resultados de las políticas de austeridad de hace una década certificaron la inviabilidad de esta formulación de política económica para garantizar un crecimiento equilibrado y socialmente inclusivo. En definitiva, no encontraremos muchas respuestas desde ese lado.

La mala noticia que acompaña a esta reflexión es que, si la economía del ajuste, la privatización y la desregulación no ofrece resultados positivos, tampoco tenemos muchas más herramientas en el arsenal habitual de política económica para hacer frente a la crisis actual, y las que tenemos tendrán efectos sociales: la única manera de responder a una crisis de oferta como la actual es, a corto plazo, ajustando la demanda agregada, y esto conlleva un coste social difícilmente aceptable para los gobiernos. La otra opción viable, la de las reformas estructurales, tendría efectos a medio y largo plazo, pero difícilmente a corto. Así que tenemos un grave problema de formulación de política económica. Los bancos centrales tienen algo más de margen para actuar, pero con limitaciones, como las que hemos visto para el Banco Central Europeo, obligado a combinar el control de precios con la estabilidad financiera, en un difícil equilibrio que conlleva subir tipos y asegurar que las primas de riesgo no se despegan tanto como para amenazar la integridad de los mercados. No hay, por lo tanto, mucho margen. De lo que estamos seguros es de que volver a los años ochenta sería un error.

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