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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra de Putin es imprevisible

La gravedad de la situación y su inconcreta duración obliga a gobiernos y ciudadanía a prepararse para lo peor

El presidente ruso, Vladímir Putin, el sábado en San Petersburgo,
El presidente ruso, Vladímir Putin, el sábado en San Petersburgo,REUTERS
El País

Efectivamente, nadie puede descartar que en otoño los gobiernos se vean obligados a tomar nuevas medidas que protejan la economía de las familias. La guerra de desgaste a cañonazos que practica desde hace tiempo Putin contra Ucrania ha ensanchado ya su campo de acción en forma de una guerra de desgaste global. Putin pretende ganar con las armas de la coacción económica y comercial lo que le cuesta obtener en el campo de batalla. La primera palanca de chantaje es el paulatino recorte en el suministro de gas y petróleo, especialmente a Alemania. Esta semana, el canciller socialdemócrata Olaf Scholz ha pedido un Plan Marshall para Ucrania, pero a la vez ha tenido que activar un nuevo nivel de alerta para prepararse ante un posible racionamiento del suministro ruso y ha recuperado la combustión de carbón, de efectos perversos para los compromisos de reducción de emisiones contra el cambio climático. Una segunda palanca es el bloqueo del suministro de cereales rusos y ucranios por parte del Kremlin, una acción que ha sido calificada como crimen de guerra por el alto representante europeo, Josep Borrell.

En este caso, la presión se ejerce sobre los países del llamado Sur global, con un mercado que afecta a 1.600 millones de personas, de las que 200 millones se hallan ya en situación de grave inseguridad alimentaria. El efecto disruptivo que Putin busca para presionar a Europa es un incremento en los flujos migratorios, como los que produjeron la guerra de Siria en 2015.

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La estrategia del Kremlin busca trastocar los planes de recuperación económica a la salida de la pandemia, contribuyendo con sus restricciones al incendio inflacionista, al aumento de los tipos de interés y a los riegos recesivos. Con estas armas en la mano y el control de una parte significativa del territorio ucranio, Putin quiere incrementar la presión internacional sobre Zelenski para que se siente en posición de debilidad en la mesa de negociación, probablemente al filo del invierno y con las opiniones públicas de los países democráticos alarmadas por los efectos directos de la guerra en los bolsillos y dispuestas a radicalizar su voto.

La gravedad de la crisis es incuestionable y es impredecible su duración: no es hora de esconder la cabeza bajo el ala, especialmente por parte de los gobiernos. Los ciudadanos tienen el derecho a conocer la dimensión de esta crisis y el deber de calibrar lo que está en juego en el envite porque puede alcanzar a todo lo que más apreciamos los europeos: nuestro bienestar, pero también nuestras libertades y nuestra democracia. La imprescindible sobriedad en el consumo energético que exige la guerra de Putin no es ciertamente popular. Tampoco lo es el aumento de los gastos de defensa a los que se ha comprometido el Gobierno. De poco servirán los tacticismos políticos y los electoralismos oportunistas. La situación obliga a apelar a la solidaridad y a la responsabilidad de todos los agentes políticos y sociales para enfrentar la mayor crisis bélica que atraviesa Europa desde 1945.


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