Mijaíl Gorbachov, descanse en paz
Todavía falta distancia en el tiempo y profundidad en el análisis para hacer un balance justo del legado reformador de Gorbachov
La historia nunca ha mostrado gratitud para los gobernantes reformadores
Henri Kissinger
El pasado 30 de agosto falleció Mijaíl Gorbachov. Su muerte deja al mundo con uno menos de sus reformadores de la época reciente y, sin duda, uno de los líderes políticos más significativos del final del siglo XX.
El balance de su gestión como el último presidente de la Unión Soviética, reseñada por los medios más importantes del mundo, no deja duda: fue clave para distender la llamada “Guerra Fría” al disolver el Pacto de Varsovia, la contraparte de la OTAN, los dos brazos armados de esa guerra; inició el mayor esfuerzo de desarme nuclear unilateral; liberó a presos políticos y empezó un ciclo de reformas políticas y económicas del régimen soviético en la década de los ochenta del siglo XX. Se mantuvo en el poder un sexenio (1985-1991), similar a la duración de los periodos presidenciales en México y durante esos años el reformismo en el mundo se identificó con los conceptos de la Glasnost y la Perestroika. Fue un actor clave en los procesos de apertura democrática de Checoslovaquia, Hungría y Polonia; y el eslabón que facilitó la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana.
La admiración de diversos actores por él ha crecido con el tiempo. Y cuando coincidimos al frente de nuestros países, diversos medios señalaron nuestras afinidades. Apenas unos días después de iniciada mi administración como presidente de México, el 5 de enero de 1989, apareció un artículo en la primera pagina de The New York Times intitulado “Mexicans Hoping for Salinastroika”, en el que el diario hacía un paralelismo entre las reformas que estábamos impulsando en México, con las de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Fue el primero de varios artículos de prensa que comparaban, en sus respectivas dimensiones, los procesos de modernización que uno y otro gobierno impulsaban de forma casi simultánea.
Pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, en enero de 1990 asistí a la reunión anual del Foro Económico Mundial de Davos; en mi participación destaqué la “fascinación por los cambios en la Unión Soviética y Europa del este”, pero alerté sobre la necesidad de armonizar lo que el primer ministro de Checoslovaquia definía como “las ilusiones democráticas con las realidades económicas”. Ahí mismo, un enviado personal de Mijaíl Gorbachov me hizo llegar un recado de gratitud por mis palabras y el deseo de sostener una reunión en Moscú tan pronto como las circunstancias lo permitieran.
Henry Kissinger visitó México unos meses más adelante; lo invité a comer a Los Pinos y tuvimos una sobremesa que se extendió por varias horas. Recuerdo que hablamos mucho sobre Gorbachov y sus reformas. Con admiración, Kissinger anticipaba un desenlace complicado, pero le concedía al líder soviético la habilidad necesaria parea conducirlo. El problema vendrá después, dijo. “La historia nunca ha mostrado gratitud para los gobernantes reformadores”, mencionó premonitoriamente y yo lo registré entre mis notas.
El 4 de julio de 1991, fecha emblemática para los estadounidenses, el presidente Gorbachov me recibió en el Kremlin, en visita de trabajo, en la que sería su última reunión con un jefe de Estado como presidente de la Unión Soviética.
Llegué a Moscú el 3 de julio, en el marco de una gira por Europa cuyo propósito era promover las reformas que impulsábamos en México. Venía de Alemania, donde me reuní con el Canciller de la recién unificada Alemania, Helmut Kohl, y de Checoslovaquia, donde conversé largo con Václav Havel, quien asumiría después como el primer presidente de la República Checa. Ambos dirigentes estaban muy interesados en la conversación que sostendría en Moscú y así me lo hicieron saber. Mijaíl Gorbachov me recibió sonriente en la escalinata del Gran Palacio del Kremlin, al sureste de la Plaza Roja. Me condujo personalmente hacia el salón San Vladimir, a través de los magníficos pasillos de este histórico lugar. Presentamos a las comitivas y nos sentamos a la mesa. Una mesa larga, de mármol rosa, que nos situaba lejos uno del otro. Ahí vino el primer gesto de calidez: contra lo que probablemente obliga el protocolo, acercó su lugar al mío. “Así nos vamos a entender mejor”, dijo y sonrió.
Él estaba inmerso en el complejísimo proceso de modernización política, que ya mostraba síntomas de desgaste, por el intenso bombardeo interno, al que los propios miembros de su gobierno lo tenían sometido. Adicionalmente, la economía soviética se había desplomado y la gente, en las calles, buscaba culpables. Terminando nuestra reunión, se iba a Londres, a una cumbre con los líderes del llamado G7. “No voy a pedir caridad, sino cooperación para resolver un problema que nos afecta a todos en la región”, me comentó. Le expresé mi reconocimiento y le dije que justo ése había sido nuestro argumento al negociar la reducción de la deuda externa de México, un par de años antes.
Me quedó muy claro que Gorbachov se había preparado muy bien para la reunión en el Kremlin. Conocía México, su historia y detalles de lo que ocurría en nuestro país. Fue muy elogioso de las reformas que llevábamos a cabo. “Me parecen una combinación de Glasnost con Perestroika”, dijo; “les deseo éxito”. De ahí pasamos a temas locales de la Unión Soviética y parte de la conversación se centró en el alcalde de Moscú: Boris Yeltsin, con quien yo me reuniría más tarde. Me preguntó si lo conocía y pidió mi opinión al respecto. “¿Con franqueza?” le pregunté. “Absoluta”, insistió. Le dije que había seguido sus discursos; me parece, subrayé, que Yeltsin no tiene claro las restricciones que vienen con la responsabilidad de gobernar, frente a actuar solamente haciendo promesas. “No estoy seguro de que entiende los límites que imponen los recursos públicos y eso es clave para darle continuidad a sus reformas”, apunte en mis notas de la reunión. A petición de Gorbachov, le hice personalmente y con delicadeza algunas de estas reflexiones a Yeltsin, unas horas más tarde.
A lo largo de las reuniones que sostuvimos ese día, noté lo importante que eran para Gorbachov las palabras. Les daba su justa importancia. Era un gran conversador; metódico, ordenado en sus ideas y reflexivo. Escuchaba con atención a sus interlocutores y contestaba con argumentos de forma cuidadosa.
Al finalizar la última reunión oficial, en un ambiente más relajado y también fuera de protocolo, lo invité a México; le comenté del artículo de The New York Times que hablaba de la “salinastroika”. Lo leí, me dijo sonriendo. “Creo que usted me debe derechos de autor”, bromeó.
Esa visita a México ya nunca pudo hacerla como jefe de Estado. Un golpe de mano de Boris Yeltsin y su Nomenclatura acortó su mandato. El 8 de diciembre de 1991, en un coto de caza del bosque de Belavesha, los mandatarios de tres de las 15 repúblicas que integraban la Unión Soviética (Bielorrusia, Rusia y Ucrania) acordaron y firmaron la disolución oficial del Estado soviético, con 74 años de existencia.
Han pasado 30 años de ese evento -una generación completa- y el balance histórico de su gestión todavía no puede hacerse con justicia.
Fue un acto político extremo, ni legítimo ni democrático, ya que nueve meses antes, 76% de los ciudadanos votó en un referéndum a favor de mantener la Unión. Esto tres ministros, liderados por Boris Yeltsin, determinaron abolir una nación con 286 millones de habitantes y un inmenso arsenal nuclear, quizá, como lo han señalado algunos historiadores, para proteger la corrupción con la que actuaban y ocultar su ineptitud.
Consumado el golpe de Estado, parte de la prensa mundial se apresuró a simplificar los hechos y, como suele suceder, acabaron por crear un estereotipo. Olvidaron las reformas democráticas y de mercado introducidas por Mijaíl Gorbachov; desconocieron los elogios que ellos mismos habían dirigido a ese proceso innovador y, de regreso a los juicios previos a la reforma, convirtieron la historia soviética, compleja y problemática, en un resumen: “Acabaron siete décadas de un Estado rígido y represor”, título un diario británico, el cual olvidó los elogios y agradecimientos de Churchill a la esencial participación soviética para derrotar al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de la tragedia humana que representó la caída de las fuerzas productivas en los años noventa (la economía se desplomó en 50%, y la inversión productiva en 80%) y del renovado poderío de los oligarcas, es posible que una Unión Soviética reformada hubiera significado una mejor opción para el pueblo y para la vida de ese gran Estado.
Lo que sobrevino fue una cadena de hechos trágicos: guerras civiles en varias de las naciones que la integraban; con ellas, la masacre de miles y miles de habitantes y, en seguida, el desplazamiento de millones de personas. La “des- modernización” trajo consigo la pobreza y la continua aparición de trastornos sociales inéditos, muchos de ellos todavía vigentes, destacando por lo trágico, la invasión de Rusia a Ucrania.
Se extinguió así la esperanza de un avance paulatino hacia la democracia, la prosperidad y la justicia social que se planteó un hombre reformador y visionario. De nuevo, las élites actuaron en nombre de un supuesto mejor futuro, pero lo que dejaron fue una sociedad dividida. Ese mes de diciembre de 1991, el extremismo político y la ambición sin límites de unos cuantos cancelaron la oportunidad de un cambio democrático en una de las naciones con más historia, recursos naturales y riqueza cultural en el mundo.
Todavía falta distancia en el tiempo y profundidad en el análisis para hacer un balance justo del legado reformador de Mijaíl Gorbachov. Sus contribuciones a la paz mundial (que le merecieron un Premio Nobel), al multilateralismo y desarme mundial; a la cultura democrática y a la razón, no obstante, son incontrovertibles. Éstas son hoy más visibles frente al grupo gobernante que siguió a Boris Yeltsin; uno que promueve la autocracia, la oligarquía, y está enfrascado en una guerra de imperialistas.
Descanse en paz Mijaíl Gorbachov.
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