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Tribuna
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Lenguas de primera y de segunda

El pleno reconocimiento institucional de la multiplicidad de idiomas en España sigue siendo una asignatura pendiente; la imposición forzosa de una con prioridad sobre las otras solo genera hostilidad

Albert Botran
El diputado de la CUP Albert Botran, durante la intervención en la que se le retiró la palabra por hablar en catalán, el pasado 17 de mayo.CONGRESO (Europa Press)
Nuria Sánchez Madrid

En España hemos normalizado que la diversidad lingüística se resuelva en una lucha por la hegemonía. Sin embargo, este semillero de opresión social y política sigue sin encararse con madurez en la agenda política. Hace nueve años, los diputados de ERC Alfred Bosch y Joan Tardà vieron retirada su palabra con amable paternalismo por Jesús Posada, presidente del Congreso, por intervenir en catalán desde la tribuna del hemiciclo. Hace unos dos años el diputado del BNG Néstor Rego, y más recientemente el diputado de la CUP Albert Botran, fueron silenciados con aún mayor rigidez normativa por la actual presidenta del Congreso al negarse a emplear el castellano en sus discursos. El último incidente, aparte de pasmar a prensas extranjeras como la suiza, ha motivado que varias fuerzas políticas eleven una proposición de reforma del Reglamento parlamentario que determina el manejo de las lenguas reconocidas por la Constitución —que por otro lado, no son todas las que actualmente se hablan en nuestro país—, a imitación del que ya se aplica en el Senado. Pero todo parece indicar que el gatopardismo seguirá sojuzgando en esta materia desde la atalaya de un sedicente pragmatismo.

Esta secuencia de incidentes revela que el pleno reconocimiento institucional de la multiplicidad de lenguas en España sigue siendo una de las asignaturas pendientes del pacto constitucional del 78. La anomalía democrática que supone la censura de lenguas distintas del castellano en los órganos de la soberanía nacional confirma que los viejos odres de la revolución pasiva franquista, cuyo alcance ha analizado con perspicacia José Luis Villacañas, siguen orientando el marco ideológico desde el que se administra la visibilidad pública de estos vehículos de comunicación. Las pautas de protección de las lenguas cooficiales han fomentado durante más de cuatro décadas su encapsulamiento territorial como lenguas minoritarias, en lugar de arbitrar los cauces estructurales para extender su conocimiento en toda la nación y facilitar su coexistencia en los planes de estudio de todos los niveles educativos. Se ha optado por una política de cuotas con fundamento jurídico, pero escasa implantación social, que ha incentivado además que las lenguas periféricas pretendan reforzar su uso asumiendo ese mismo código, una perversión que expertos como Albert Branchadell han subrayado con acierto.

Aún estamos a la espera de que las oposiciones a profesorado en los centros de enseñanza estatales incluyan, siguiendo el ejemplo del Instituto Cervantes, plazas docentes de catalán/valenciano, gallego y euskera para dar cobertura a la demanda, por marginal que sea al comienzo, de los estudiantes interesados en compatibilizar el conocimiento de lenguas europeas con el de otras lenguas del Estado que no sean el castellano. Asimismo, las lenguas no sobreviven ni se fortalecen únicamente porque normas jurídicas las avalen y protejan. Si no circulan habitualmente en el medio social y cultural, su empleo se irá reduciendo tendencialmente. Por ello mismo, los medios y plataformas audiovisuales son una herramienta clave para la materialización del multilingüismo, aunque no se aprecian iniciativas en esta dirección, pues la apuesta por el valor seguro impera en este ámbito. Fenómenos como Alcarràs no dejan de ser atípicos. Abordar los problemas planteados por la variedad de lenguas nacionales desde normativas troqueladas por una ideología monolingüista propicia la extensión de un sentido común que impide percibir la violencia que encierra el “bilingüismo vertical”, por decirlo con Zumthor, establecido por la aplicación vigente de la Constitución. En efecto, la interpretación dominante del preámbulo de esta norma supone que las lenguas cooficiales en algunas autonomías rindan vasallaje a la única lengua oficial en el resto del país, una injusticia hermenéutica que solo inyecta resentimiento en la convivencia democrática.

La invención de una tradición que privilegia a una lengua sobre aquellas otras con que comparte un mismo ordenamiento político ha promovido el olvido de las asentadas experiencias de cohabitación idiomática que encontramos, por ejemplo, en el teatro del literato portugués bilingüe Gil Vicente, en cuyo Auto da Fama los personajes usan distintas lenguas —castellano, italiano y francés— según su origen. También quedan muy lejos de nosotros decisiones como la que llevó al paladín del toscano frente a la autoridad del latín que fue Dante a presentar al trovador Arnaut Daniel en el canto XXVI del Purgatorio pronunciando unos versos en su lengua, el provenzal. Para estos autores, la holgada “competencia analítica” que nos permite entender lenguas que no hablamos con destreza, que lingüistas como Juan Carlos Moreno Cabrera han preconizado ejercitar en la escuela y la calle, no era una quimera, sino una realidad social.

El espacio literario del Medievo y del Renacimiento concebía como un beneficio ser hablante pasivo de otras lenguas amén de la propia. Una preocupante regresión ha debido de ocurrir para que la pluralidad lingüística usual antaño sea recibida hogaño —en un contexto democrático, además— como antesala de una pugna de la que solo una lengua puede declararse triunfante, sometiendo al resto. La práctica de un multilingüismo sostenible transformaría de manera constructiva nuestras demandas de vertebración nacional. En cambio, la imposición forzosa de las lenguas solo siembra hostilidad entre los pueblos, de manera solapada e irreversible.

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