Se rieron
Si donara algo cada vez que me lo solicitan, viviría arruinado, pues me tienen fichado todas las ONG. De modo que suelo cargar con la culpa de no hacer nada
Tenía una reunión de trabajo a la que llegué antes de la hora. Para hacer tiempo, me metí en una iglesia cercana con la esperanza de que ocurriera algo. Estuve unos minutos sentado en un banco, observando la estructura barroca del recinto; luego volví mis ojos hacia el altar mayor en el que, rodeado de columnas salomónicas, se encontraba el sagrario y, dentro del sagrario, supuse, el mismísimo Dios. Pero no logré sentir nada. En esto, el móvil vibró en el interior del bolsillo, de donde lo saqué para leer un mensaje que decía: “EMERGENCIA TERREMOTO EN AFGANISTÁN: miles de niños necesitan tu ayuda urgente. Dona ahora. Envía UNICEF al 38028 (6€)”.
Si prestara este tipo de ayudas cada vez que me las solicitan, viviría arruinado, pues me tienen fichado todas las ONG. De modo que suelo cargar con la culpa de no hacer nada, que, incomprensiblemente, tampoco es que dure mucho, la verdad. En esta ocasión, dado que me hallaba dentro de un espacio que favorecía el recogimiento y que había conseguido olvidarme de las dificultades laborales a las que tendría que hacer frente en apenas unos minutos, doné los seis euros y continué a la espera de que mi buena acción fuera recompensada por algún tipo de revelación que no llegó a darse.
Al abandonar el templo con la misma sensación de opacidad con la que había entrado en él, me falló el tobillo y caí estrepitosamente en medio de la acera. Durante unas décimas de segundo, comparé mi situación con la de San Pablo cuando, en el camino de Damasco, fue derribado del caballo por un rayo, al tiempo que escuchaba las palabras de Dios: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Yo no escuché nada, de modo que, lejos de convertirme, me levanté apresuradamente porque caerse en la calle a mi edad da mucha vergüenza, y seguí andando. Conté el suceso en la reunión de trabajo y se rieron.
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