La ambición de Gabriel
Para la mayoría de los españoles, ser ambicioso sigue teniendo forma de chalé y coche nuevo. El reconocimiento intelectual es propio de pringados, al parecer


Mi hermano es ingeniero y presume de tal. Es un hombre de provecho, con la cabeza sentada y un trabajo importante en una gran empresa. Por eso, imitando el gesto del magnate del puro del Monopoly, se burla de mí diciéndome que un trabajo como el mío, que se puede hacer en pijama, no es un trabajo. Faltarse al respeto es privilegio de hermanos. A los forasteros no les consiento esas bromas, y los amigos no me las consienten ni a mí mismo. Me reprochan que me califique de juntaletras o diletante. Regalas munición a los enemigos, me dicen.
Que uno rechace definirse con solemnidad no significa que no se tome en serio o que no asuma el desprecio que las letras y las artes despiertan en una sociedad esquizofrénica, que lo mismo se postra ante los dioses de Netflix que se burla de quienes quieren ser actores. El letraherido asimila de entrada la hostilidad del mundo, y a veces se defiende de ella ironizando sobre sí mismo, pero hay momentos en que ni eso basta.
Gabriel Plaza es el mejor alumno de la EvAU de Madrid. Cuando confesó en la SER que iba a estudiar Filología Clásica, se vio impelido a explicarse, improvisando tres frases sobre el éxito y la felicidad que nadie le habría reclamado si estudiara Medicina o Ingeniería. Lo peor vino después, cuando miles de hienas furiosas saltaron de la charca de las redes sociales y lo forraron a insultos. Cómo se le ocurría estudiar algo tan inútil y condenarse a ser un maestrillo. La burricie general ha inhibido a Gabriel, que ha declinado dar más entrevistas.
Para la mayoría de los españoles, la ambición sigue teniendo forma de chalé y coche nuevo. Destacar en la lingüística no requiere, al parecer, ni esfuerzo ni talento, y el reconocimiento intelectual es propio de pringados. Quienes piensan así no creen en la democracia. Tienen una mentalidad sumisa y clasista, según la cual, las bellas letras, el arte y el pensamiento son manías de aristócratas y rentistas, ocupaciones impropias de muchachotes de barrio. Eso sí, cuando Gabriel gane el Cervantes o el Princesa de Asturias serán los primeros en aplaudir y en presumir de ser sus compatriotas, socializando sus triunfos, como se apropian de los del Real Madrid aunque no jueguen en el equipo. Los demócratas, en cambio, ya estamos orgullosos de Gabriel hoy, pues su elección libre es una victoria nacional y la constatación de que no vivimos en una tiranía elitista.
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