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América Latina
Columna
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Una izquierda de derecha

Gobiernos antimperialistas siguen dependiendo absolutamente de Estados Unidos en términos económicos, como es el caso de Nicaragua

Sergio Ramírez
Sergio Ramírez
Sr. García

La vieja izquierda, que tiene su razón de ser en el antimperialismo, suele olvidar que la última vez que los Estados Unidos invadió un país de América Latina fue para restaurar en el poder en Haití al Gobierno de izquierda de Bertrand Aristide, legítimamente electo, no para derrocarlo.

Fue la operación “Defender la democracia”, lanzada en septiembre de 1994 bajo la administración del presidente Clinton. Los marines, tras deponer al general Raoul Cedras, gobernante de facto, lo desterraron a Panamá. Y la intervención militar se dio con la participación de Argentina bajo el Gobierno de Carlos Menem, un presidente peronista.

No ha habido más invasiones imperialistas a partir de entonces, y en lo que va del siglo veintiuno más bien los hechos han tenido un signo diferente, empezando con la política del presidente Obama hacia Cuba, que llevó en julio de 2015 al restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países, al aflojamiento del embargo, a la reanudación de los vuelos comerciales, y a la llegada a Cuba de las grandes empresas hoteleras y de comunicaciones, todo lo cual culminó con la visita a La Habana del propio Obama en marzo de 2016, la primera de un presidente de Estados Unidos, desde la de Calvin Coolidge en 1928.

Gran parte de esta apertura fue revertida por Donald Trump, es cierto, y el embargo comercial nunca cesó del todo. Y queda patente que hasta la última parte del siglo veinte la conducta de Estados Unidos se basó en la filosofía de la guerra fría, con la protección incondicional a los dictadores de opereta en el Caribe, la identificación entre enclaves bananeros y políticas de estado las consabidas intervenciones militares en República Dominicana, Honduras, Nicaragua, Panamá, y el mismo Haití, en la primera mitad del siglo veinte; el patrocinio de golpes militares en el cono sur, como el orquestado contra Salvador Allende en Chile en 1973, y el apoyo de Reagan a los contras en Nicaragua en los años ochenta.

Hoy en día, en términos económicos, el viejo traspatio imperial no es el de entonces. A pesar de las rivalidades hegemónicas, Estados Unidos no se halla en la capacidad de impedir la creciente expansión económica de China en América Latina, algo que en los tiempos clásicos de los hermanos Dulles, nunca habría sido tolerable frente a Rusia: el comercio con China ha pasado de 200 millones de dólares en 1976, a 450.000 millones en 2021, y es el segundo socio económico en la región, después de los propios Estados Unidos. Y las inversiones chinas alcanzan ya los 50.000 millones de dólares.

Y tampoco hay visos de ninguna política de Estados Unidos para impedir que más países latinoamericanos se sumen a la iniciativa de la Franja y la Ruta, la articulación global del camino de la seda, como lo ha hecho Argentina recientemente, bajo la Administración del presidente Alberto Fernández.

Al revés, gobiernos antimperialistas siguen dependiendo absolutamente de Estados Unidos en términos económicos, como es el caso de Nicaragua. Pese a la retórica encendida de Ortega, casi toda la producción exportable del país va los mercados norteamericanos dentro del Tratado de Libre Comercio negociado por el anterior gobierno de Enrique Bolaños; de allí viene el grueso de las importaciones, y las fuentes de recursos externos de Ortega son las agencias financieras del denostado imperio, el Banco Mundial, el BID y el FMI.

Y en cuanto a las iniciativas de aislamiento contra Rusia a raíz de la guerra de Ucrania, en América Latina Estados Unidos no ha podido alinear, como habría sido impensable en el pasado, a los países de más peso político y económico, como son México, Brasil o Argentina.

Hago un recuento de todos estos hechos porque la izquierda latinoamericana, que vive dentro del sarcófago de la guerra fría, se guía por la infalible brújula de que, si Estados Unidos adversa a algún tirano, es porque ese tirano es antimperialista, y hay que correr a apoyarlo de manera militante, o alinearse con las flagrantes violaciones a los derechos humanos que comete.

Si un régimen como el de Ortega en Nicaragua, o el de Maduro en Venezuela, o el de Raúl Castro en Cuba, reprime, encarcela, exilia, o sofoca a balazos las manifestaciones de protesta, lo hace porque se defiende de una potencial agresión imperial, o quienes se rebelan contra las dictaduras actúan como agentes de una conspiración del imperialismo.

En este mismo plano, el ataque a Ucrania por el ejército ruso no es una guerra de agresión, sino una medida defensiva para evitar que el imperialismo asfixie a Rusia cercando sus fronteras, lo que lleva a defender a Putin como un adelantado de la cruzada antimperialista, y, por lo tanto, un santo de la izquierda a quien rezarle; no el iluminado que quiere devolver su majestad a la antigua Rusia ortodoxa de los zares, desde una visión de reconquista de la derecha imperial, sino el adalid que busca resucitar la patria soviética tan añorada.

La envoltura de esa izquierda jurásica tiene de obsolescencia, de prejuicios insalvables, y de creencias ideológicas que se vuelven religiosas, dogmas que no pueden rozarse siquiera porque es anatema. Y de congelamiento en el tiempo.

Pero hay algo aún más esencial, soterrado bajo es nostalgia viciosa. A la caída del muro de Berlín, cuando desaparece también la Unión Soviética como polo de la guerra fría, se hunden también los cimientos del viejo pensamiento socialista ortodoxo: el partido como rector de la sociedad, y por tanto del pensamiento único; y el papel del estado como dueño de los medios de producción, y por tanto, propietario de la economía. El socialismo soviético, que en América Latina solo llegó a existir en Cuba como sistema de poder, de utópico pasó a ser distópico.

La lucha armada como vía de toma del poder revolucionario para hacer real el socialismo real, terminó en América Latina al mismo tiempo que se hundía el polo soviético, con la firma de los acuerdos de paz en Centroamérica; y solo sobrevivirá hasta el siglo veintiuno la guerrilla colombiana, como una obsolescencia, destinada también a morir.

Y cuando la historia se repite con el socialismo del siglo veintiuno en Venezuela, con Chávez, y con el regreso del sandinismo al poder en Nicaragua, con Ortega, lo hace como la expresión trágica de una experiencia fracasada, bajo la forma de dictaduras de izquierda que se diferencian en poco de las dictaduras de derecha, tan tradicionales en América Latina. Lo que cambia es la retórica.

El viejo socialismo ortodoxo, como idea, y el nuevo socialismo del siglo veintiuno, como proyecto de poder, tienen que convivir con la realidad de que la economía estatal no puede desafiar a la economía de mercado, que se mete por todos los resquicios de la realidad, y que las nacionalizaciones y confiscaciones no contribuyen a repartir la riqueza, sino a estancar y arruinar las economías.

Y la economía de mercado es hermana siamesa de la democracia liberal, que la socialdemocracia había aceptado desde muy atrás, con todas sus reglas inviolables de alternancia en el gobierno, separación de poderes, libertades públicas y tolerancia. Para la vieja izquierda ortodoxa, la socialdemocracia era, y sigue siendo, una mala palabra, la tercera columna del imperialismo. Y, así, la obsolescencia sigue volviendo por sus fueros.

Una izquierda arrinconada en la ideología fantasmal del partido único, de la economía bajo control estatal, y de la enemistad con la democracia, y escudada en el viejo pretexto antimperialista para justificar a regímenes dictatoriales no tiene viabilidad política, aunque algunas veces pueda ensayar discursos demagógicos electorales para meterse en el juego del poder. Pero no pone las reglas del juego.

Y hay algo aún más de fondo que la victoria en Chile de Gabriel Boric ha enseñado, y es que la izquierda, si merece ese nombre, tiene que ser democrática, tiene que ser ética, y tiene que ser humanista. Son sus marcas de autenticidad, de modernidad, y de viabilidad.

Una izquierda que desprecia la libertad, y justifica la opresión, pierde todo sentido humanista. Una izquierda que busca la permanencia indefinida en el poder, así sea con base en trampas electorales, y con base en la represión, pierde todo sentido ético.

Pero una izquierda que desde sus cenáculos justifica las dictaduras, es una izquierda de derecha. Y de derecha totalitaria.

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