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Tribuna
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Hélène

El orden social se ha quebrado por el abuso de la naturaleza y ya ni el más férreo inmovilismo lo garantiza. Únicamente la movilización frente a la barbarie climática puede devolvernos la estabilidad que asegure la perpetuidad de lo conocido

Cambio climático
SR. GARCÍA
Azahara Palomeque

Hace seis meses tuvo lugar en mi vida un acontecimiento extraordinario: nació mi única sobrina, Hélène, criatura bellísima que, a pesar de su corta edad, ha conseguido remover todas las fibras de mi cuerpo, acrecentar una curiosidad por el desarrollo de la vida y sus misterios, y devolverme una esperanza que brillaba muchos días por su ausencia, en mitad de noticias pésimas y obligaciones de esas que le drenan a una la energía. Frente a las catástrofes habituales, un milagro, que además va ampliándose conforme crece y se da cuenta de sus nuevas habilidades y el poder que ejerce en el mundo. Porque Hélène no para de efectuar descubrimientos: la mañana que se percató de que tenía pies, enseguida comenzó a jugar con ellos, feliz por contar asimismo con dos nuevos pulgares que llevarse a la boca; cuando le dieron a probar fruta triturada, se sorprendió de que el universo estuviese poblado de sabores más allá de la leche materna, pero ¡ah!, cuando alguna no le gusta, no duda en agarrar la camisa de mi hermana, darle tirones y reclamar la teta que le corresponde. La niña ha aprendido a tomar sus propias decisiones, una capacidad que va a serle muy útil de aquí en adelante. A mí, que solo paso tiempo entre adultos y lo más joven que tengo cerca son mis alumnos —de posgrado—, reconocer que una pulga que pesa menos que mi cesta de la compra exista y encima despliegue su elocuente personalidad me ha revuelto los esquemas, poniendo patas arriba mis prioridades y eliminando cualquier regusto a misantropía que antes pudiera guardar: la vida vale la pena, muchísimo, y no sólo por ella, sino por los millones de Hélènes que respiran sobre la faz de la Tierra y merecen bastante más de lo que, hasta hoy, podemos ofrecerles.

El último informe del IPCC, una heroicidad científica de años, deja claro que, si queremos limitar la temperatura global al rango de lo habitable, 1,5 grados, es preciso empezar a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero ya, hasta llegar a un 45% menos en el año 2030. Teniendo en cuenta que una disrupción tan profunda de las economías mundiales como la pandemia solo consiguió que disminuyesen en un 7%, el objetivo parece estar lejos de cumplirse. Otro escenario factible, que estima un calentamiento de dos grados por encima de la época preindustrial, lo pone un poco más fácil: reducir estos gases en un 25%. En cualquier caso, no se está haciendo lo suficiente. Si no he perdido hasta aquí lectores, quisiera olvidar las tiranías numéricas para centrarme en una emergencia climática que supera el consabido termómetro y abarca tantas variantes como piruetas realiza mi sobrina ahora que, prematuramente, se ha empeñado en gatear. Porque el problema no es sólo que se derritan los glaciares, desaparezcan las zonas costeras y se multipliquen los fenómenos meteorológicos extremos, sino toda una concatenación de hechos que pasa por el agotamiento de los recursos naturales, la pérdida de biodiversidad —peces en el mar, o insectos, algunos de ellos polinizadores, esenciales para que fructifiquen las cosechas—, y el excedente de sustancias químicas dañinas, como los plásticos, que ya se encuentran en las placentas. Desde los incendios veraniegos de costumbre hasta el paro de los transportistas y la guerra de Ucrania guardan relación con un gravísimo atolladero en que la especie humana se ha metido ella sola, pues si los primeros son, en buena medida, consecuencia de la sequía y el calor, los segundos responden a nuestra dependencia de unos combustibles fósiles que, como bien sabe Rusia, comienzan a escasear. Como argumentaba el filósofo Jorge Riechmann, el modelo económico actual ha consistido en colonizar el pasado —los restos orgánicos que, tras miles de años, se transformaron en petróleo— y también el futuro, mediante el sufrimiento que ya genera y se intensificará durante las biografías de los bebés de hoy.

Sin embargo, he dicho que había recobrado la esperanza, y no mentía; una esperanza tímida, a veces apelmazada, pero que tira del carro los días de mayor pesar, porque si el ser humano ha sido capaz de construir esta hecatombe, también puede, si no eliminarla, mitigarla. Las recetas para ello ya se encontraban en el libro que primeramente alertó de todo, Los límites del crecimiento (1972), escrito por 11 científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y liderado por Donella Meadows. En él se predice el colapso de nuestra civilización a menos que logremos articular un equilibrio basado en una economía estacionaria, en la que a unos menores niveles de consumo y mayores de gestión de los residuos debería sumársele una inversión ya no enfocada en fabricar objetos inútiles, sino en servicios públicos como la sanidad y la educación. El llamado Informe Meadows enfatizaba así la necesidad de un Estado de bienestar fuerte bajo cuyo paraguas estuviésemos protegidos todos, una conclusión que —como las demás— ha sido corroborada por innumerables expertos a lo largo de las décadas y que contrasta con las medidas que propone nuestra clase política: bajar impuestos, es decir, mermar las arcas públicas que financian esos servicios, y subvencionar los combustibles fósiles, parche de urgencia que ha evitado el desabastecimiento y la desaparición de algunas industrias pero al que le falta amplitud de miras. Por suerte, seguimos contando con un gran grupo de profesionales que continúan aportando soluciones: la agroecología, imprescindible a la hora de reducir el uso de los fertilizantes químicos y prevenir la erosión del suelo; la preservación de espacios naturales; la creación de una extensa red ferroviaria de pasajeros y mercancías; la redistribución de la riqueza, entre otras iniciativas. Más allá, el imperativo climático conllevaría un vuelco total de las conciencias, un brutal ejercicio de imaginación cultural y política que nos permita ver las enormes ventajas de ralentizar la máquina: un mundo sin muertes asociadas a la contaminación, donde la carga del trabajo menguaría considerablemente y, con ello, la incidencia de muchas enfermedades, incluidas las mentales. Por si fuera poco, el ocio como contrapartida al crecimiento económico daría lugar a un fenómeno tan preciado como el tiempo libre para los afectos y los cuidados.

Decía el antropólogo David Graeber que uno de los factores que impide a la ciudadanía reaccionar y exigir cambios significativos en nuestras injustas sociedades es el agarre al statu quo como única posibilidad de futuro: puede darnos miedo mudar el orden social si no sabemos qué vendrá después y cómo afectará a nuestros hijos. Ese mantra ha funcionado hasta el momento en que se ha quebrado dicho orden debido al abuso de la naturaleza y ya ni el más férreo inmovilismo lo garantiza. De hecho, ocurre lo contrario: únicamente la movilización frente a la barbarie climática puede devolvernos la estabilidad que asegure la perpetuidad de lo conocido. La paradoja es que, pese a las acusaciones de “radical”, el ecologista es un ser conservador, que no quiere las miserias que prometen quienes planean nuestro ostracismo en Marte, sino las riquezas que tenemos aquí y ahora: el agua, las montañas, las múltiples especies, la cooperación sin librar una guerra por los recursos, la democracia. Por mi parte, también quiero transmitirle a Hélène estas enseñanzas y verla muy pronto echar a andar.


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