Las lecciones de la No Intervención
Hoy como ayer asistimos a la agresión de una autocracia contra un sistema democrático, aunque en esta ocasión los gobiernos europeos han reaccionado con una decidida actuación económica y el envío de armas a Ucrania
Desde que diera comienzo la agresión de la Federación de Rusia contra la República de Ucrania, el pasado mes de febrero, y quedara entonces planteado el dilema de intervenir o no en el conflicto para la comunidad internacional, se han multiplicado las analogías con lo sucedido durante la guerra civil española. En su reciente comparecencia extraordinaria ante el Congreso de los Diputados, el propio presidente ucranio, Volodímir Zelenski, no dudaba en comparar los bombardeos sufridos por ciudades como Kiev y Mariupol con la destrucción de Gernika en abril de 1937.
En aquel momento, los gobiernos de los grandes países democráticos, como Reino Unido, Francia y Estados Unidos, impusieron una política de No Intervención que supuso una condena a muerte para la Segunda República española. Motivada por razones de política interna y miedo a la escalada bélica, al comunismo y a la revolución social, esta decisión se enmarcaba dentro de una estrategia de apaciguamiento de las potencias fascistas, Italia y Alemania, firmantes de la No Intervención pero que participaban flagrantemente en la guerra del lado franquista, mientras los republicanos eran únicamente asistidos, de manera deficiente e interesada, por la Unión Soviética.
La joven democracia española no fue la única víctima de esta estrategia. También Checoslovaquia sería entregada a la ambición imperialista alemana entre septiembre de 1938 y marzo de 1939. Su caso era el reflejo del fracaso de la arquitectura internacional diseñada con los tratados de paz posteriores a la Primera Guerra Mundial, que habían dejado minorías germanófilas en varios países recientemente independizados. Minorías que era sencillo agitar como argumento por parte de Hitler y que estaban fuertemente movilizadas. No en vano, en los Sudetes el porcentaje de miembros del partido nazi pronto dobló al existente en el Reich. Por el camino también cayó Abisinia, agredida y colonizada, a pesar de su condición de miembro de la Sociedad de Naciones, por Mussolini, que en nombre del eurocentrismo apenas fue objeto de simbólicas sanciones económicas.
Hoy como ayer asistimos a una agresión contra un sistema democrático por parte de una autocracia. El conflicto pone también de manifiesto el fracaso de una arquitectura internacional, establecida tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, con países independientes con minorías rusófonas cuyos derechos civiles no fueron plenamente reconocidos pese a las admisiones en la Unión Europea. Y también en un contexto de falta de respeto por el derecho internacional, que comenzó con la ruptura del Acta de Helsinki (1975) con la creación de Kosovo, considerada un insulto por una Rusia que se quiere protectora de los pueblos eslavos, y que respondió con la guerra de Georgia, la guerra de Donbás y la anexión de Crimea, cuyo control había provocado ya un ensayo de guerra mundial a finales del siglo XIX. El ciego occidentalismo ha tenido igualmente presencia, con la inacción ante la guerra civil en Siria, en la que cálculos de política interna y confusión entre grupos rebeldes e islamistas dieron de nuevo al traste con una intervención pacificadora.
En esta ocasión los gobiernos democráticos europeos han reaccionado, y se ha puesto en marcha una decidida intervención económica y en forma de envío de armas a Ucrania. Tampoco han faltado las voces críticas. Algunas resultan bien fundadas, y se preguntan por el destino final de las armas ante la presencia del batallón Azov, sobre el riesgo de un eje China-Rusia y sobre el riesgo de desestabilizar a una potencia nuclear. Otras resultan desoladoras y hablan de sacrificar a Ucrania, concebida como un mero peón de ajedrez que debe aceptar la suerte geográfica que le tocó vivir. No son argumentos nuevos, incluso hay todavía quien los defiende al hablar de Checoslovaquia y de España, como puede comprobarse en la reciente película de Netflix Múnich en vísperas de una guerra. En ella se hace caso omiso de las lecciones de la No Intervención. En primer lugar, una forma de teoría del dominó: si dejas caer una democracia, por pequeña que sea, otras le seguirán. En segundo lugar, es imposible apaciguar a un autócrata, pues interpreta sistemáticamente tu inhibición como debilidad.
Y es que, a la hora de interpretar el proceso de toma de decisiones de los líderes carismáticos, ni sirven las teorías de la elección racional ni la tesis del fin de la historia. Hitler siempre insistía a Mussolini en la necesidad de comenzar la guerra mientras aún fueran jóvenes. Vladímir Putin va a cumplir 70 años, 20 en el poder, y se le acumulaban las urgencias por establecer su legado, que pasa por evitar la llegada de la OTAN a sus puertas, pero sobre todo del modelo democrático de la UE, capaz de multiplicar su contestación interna. Y la llegada de nuevas armas al mercado global, como los célebres drones turcos, dramáticamente testados en la guerra de Nagorno Karabaj, empezaba a cerrar la última ventana de oportunidad para seguir controlando el territorio ucranio.
Este último conflicto puede darnos alguna pista sobre cómo puede terminar la agresión rusa. Una rendición incondicional o una anexión completa, al estilo de los años treinta, resultan difíciles de imaginar. Pero un acuerdo de paz que implique pérdidas territoriales tampoco será sencillo de aceptar, ni para la población de Ucrania tras sus sacrificios, ni para la comunidad internacional, pues vendría a reconocer una vez más la política de los hechos consumados.
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