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tribuna
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El adolescente que llamaba a la puerta de la KGB

Vladímir Putin busca castigar no solo Ucrania sino, a través de ella, a todo Occidente, sin imaginar que, en vez de sembrar cizaña, según su costumbre, Europa se ha unido como pocas veces antes en su respuesta a la monstruosa agresión

Vladimir Putin
Matrioskas con la imagen del presidente Putin, a la venta en una tienda de recuerdos rusos en Atenas, este lunes.ORESTIS PANAGIOTOU (EFE)
Monika Zgustova

Estamos a finales de los años sesenta. Los jóvenes del mundo se entregan al movimiento hippy; en París y México se construyen barricadas contra los poderes establecidos; en Praga se firman peticiones a favor de su Primavera, y más tarde contra el ocupante ruso. Mientras el mundo se entrega a procesos liberadores, en Leningrado un adolescente, que por su baja estatura parece más joven que sus 17 años, llama a la puerta de la KGB. El joven que devora obras de Marx, Engels y Lenin logra entrevistarse con un funcionario y le pide poder ingresar en las filas de la policía secreta. El funcionario le recomienda acabar antes los estudios. El adolescente que a partir de entonces cada año acude a la KGB se llama Vladímir Putin.

Dos décadas más tarde cae el muro de Berlín. El adolescente de antaño tiene 37 años, es un alto funcionario de la KGB, donde ingresó en 1975, tras estudiar Derecho, y se siente como pez en el agua en ese ambiente de poder, control y desprecio hacia la gente común. Trabaja en estrecha colaboración con la Stasi en Dresden, en Alemania Oriental. Y mientras los berlineses celebran la caída del comunismo y con botellas de cerveza en la mano ayudan a destruir el muro que divide su ciudad, mientras Budapest, Varsovia, Praga y Bucarest festejan la caída de los gobiernos totalitarios y tras cuatro décadas preparan sus primeras elecciones democráticas, mientras en la Unión Soviética Mijaíl Gorbachov lleva a cabo la perestroika y la transparencia y los rusos disfrutan de poder decir la verdad tras 70 años de terror, mientras todos esos procesos liberadores ocurren en el mundo, el joven teniente coronel de la KGB está quemando documentos. Al contrario de los demás, Putin no tiene nada que festejar porque su universo, el de la fuerza déspota del estado totalitario, acaba de desintegrarse. Tanto él como sus compañeros de la KGB en la Europa del Este destruyen documentos y telefonean a Moscú, pero nadie contesta sus llamadas. En ese momento el joven kagebeshnik, el implacable funcionario de la KGB, siente pánico al ver las manifestaciones multitudinarias que exigen un trío de valores occidentales: cambio, libertad y democracia. Desde entonces, ese trío se convierte en su enemigo, y Occidente en el blanco de su ira.

Los años van pasando. En los noventa, Putin participa en el saqueo de lo que queda del Estado soviético y junto a otros saqueadores se convierte en oligarca. En 1999, el exoficial de la KGB llega a primer ministro y poco después a presidente de Rusia, puestos en los que se ha ido manteniendo con uñas y dientes durante más de dos décadas.

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A lo largo de esos 20 años recibe el cortejo de varios presidentes estadounidenses: George W. Bush habla de sus ojos azules que no conocen maldad, Barack Obama se esfuerza por resetear sus relaciones presidenciales, Donald Trump lo mima. Pero en vez de sus caras, Putin ve el trío amenazador de valores occidentales y les da la espalda. En Rusia encarcela y asesina a decenas y centenares de personas por decir lo que piensan, a periodistas e historiadores como Anna Politkóvskaia, a activistas y políticos opositores como Mijaíl Jodorkovski, Alexéi Navalni y Boris Nemtsov, además de las cantantes del conjunto Pussy Riot, y vuelve a convertir a Rusia en un país de miedo y terror. Nemtsov inventa un eslogan que define la Rusia de Putin: país de bandidos y ladrones (strana zhulikov i vorov). Esta consigna se convierte en un eslogan duradero y Nemtsov es asesinado. Tras él lo adopta Navalni —envenenado y encarcelado— y lo siguen repitiendo manifestaciones multitudinarias que plantan cara a Putin.

Ucrania, país que en 2014, en la revolución del Maidán, expulsó al prorruso presidente Víctor Yanukóvich, dio la espalda a Rusia y se está acercando a Occidente, se convirtió en el blanco de la ira de Putin porque representa el trío de valores que el presidente ruso aborrece. Desde que, por voluntad propia, el país se independizó de Rusia, tuvo su Revolución Naranja y al final eligió a Volodímir Zelenski como presidente —ese actor cómico y joven, la imagen viva del odiado trío—, a Putin le cuesta controlarse. En su encuentro con Emmanuel Macron, delante de la alargada mesa, en un momento dado pronunció con sarcasmo e ira la letra de una canción rusa popular —y vulgar, además de humillante para la mujer—: “Te guste o no, mi belleza, tendrás que aguantar todo lo que te haga.” El presidente ucranio le contestó en un tuit: “Efectivamente, Ucrania es una belleza, pero no es tuya”. El resto es conocido: hace casi ya 20 días, Putin se puso efectivamente en el papel del violador de la canción: busca castigar no solo Ucrania sino, a través de ella, también al aborrecido Occidente. Sin embargo, poco se imaginaba que, en vez de sembrar cizaña, según su costumbre, entre los países europeos, ha ayudado a que Occidente se uniera como pocas veces antes en su respuesta a la monstruosa agresión y en su acogida de refugiados del país agredido.

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