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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las miradas no matan, pero algunas casi

La imagen del encuentro en Obama y Putin dice mucho más que cualquier comunicado

Jorge Marirrodriga
Vladímir Putin y Barack Obama, en la cumbre del G20.
Vladímir Putin y Barack Obama, en la cumbre del G20.Alexei Druzhinin (AP)

"Cuando miras al abismo, el abismo te mira”, decía Nietzsche. Seguro que Barack Obama no estaba como para pensar precisamente en el filósofo alemán cuando saludó —es un decir— al ruso Vladímir Putin durante la cumbre del G20 en la ciudad china de Hangzhou. Mal asunto cuando los dos hombres más poderosos del planeta se lanzan una mirada de desafío que sería el sueño dorado de cualquier director de westerns. Claro que estos dos, a la altura de la cintura, en vez de un revólver Colt llevan metida en el bolsillo una tarjeta con la clave final de lanzamiento de unas 14.000 cabezas nucleares. Esa tarjeta será el último objeto que Obama devolverá el próximo enero, justo antes de que su sucesor jure el cargo como próximo inquilino de la Casa Blanca.

El más que gélido encuentro entre ambos presidentes es una mala noticia para todos por mucho que en la barra del bar —no digamos ya en el bar virtual de las redes sociales— se adopten posiciones en plan hooligan a favor de uno o de otro. O mejor dicho: posiciones en contra del otro, sea el que sea. Por poner solo dos ejemplos, si estas dos personas —y sus respectivas administraciones— se pusieran mínimamente de acuerdo, la guerra en Siria y la semiguerra en Ucrania no seguirían creciendo como la carne en la boca de un niño que mastica y mastica incapaz de tragarla. Y mejor que no lo haga.

Las fotos tienen la buena, o mala, característica de captar solo un instante que no necesariamente responde al contexto en general. Pero la mirada entre Obama y Putin transluce muchas cosas y pocas buenas. Durante dos décadas hemos vivido en la ilusión de que el final del comunismo había terminado con una peligrosa rivalidad que había marcado la segunda mitad del siglo XX. No es así. La falta de afecto entre Moscú y Washington es un foso mucho más profundo que el cavado entre el comunismo y la democracia. Y aunque aquello era un auténtico abismo, no ha desaparecido. No obstante, conviene recordar que la de ahora no es una rivalidad entre iguales en términos de democracia y libertades civiles. Ni el resto del mundo, guste o no, es un simple espectador. EE UU probablemente haya cometido numerosos errores —y hasta obrado alguna vez de mala fe— en su aproximación a Rusia tras la caída del Telón de Acero, pero la agresividad de Putin no es motivo de chanza. Que se lo pregunten a los familiares de los 298 pasajeros del avión civil derribado sobre Ucrania, o a los pilotos occidentales en alerta permanente en los países bálticos que salen a interceptar cazas rusos más a menudo de lo que queremos saber.

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Ojalá el instante captado por la foto hubiera sido muy diferente. No es que a estas alturas del partido uno pida que sea como dice Tolkien —“le pareció que miraba de pronto en el corazón de un enemigo y que allí encontraba amor y comprensión”—, pero al menos un poco de calidez serviría para tranquilizar a todos y, quién sabe, para mejorar la situación de muchos. Llegados a este punto, para mirarse así es mejor que se hablen poco. Y sobre todo que no jueguen con la tarjeta.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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