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Argentina
Tribuna
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Argentina y el FMI: un acuerdo para que nada cambie

No hay nada en las negociaciones para mejorar el pésimo desempeño de la economía argentina; los líderes políticos no parecen estar pensando en esto seriamente y los inversionistas han perdido interés en el país

Vista del edificio del Ministerio de Economía en Buenos Aires, Argentina.
Vista del edificio del Ministerio de Economía en Buenos Aires, Argentina.Sarah Pabst (Bloomberg)

Argentina está, una vez más, en negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para evitar un default. La diferencia es que esta negociación ya no importa tanto a los inversionistas internacionales —la deuda argentina rinde menos de 30 centavos por dólar— en gran medida porque hay pocas expectativas de que un acuerdo pueda ayudar al país a salir de sus ciclos de crisis permanentes.

La administración del presidente Alberto Fernández anunció el 28 de enero que había llegado a un principio de entendimiento —no un acuerdo todavía—, el cual, aunque relativamente moderado en cuanto a sus demandas, establece metas de ajuste fiscal y monetarias que no son triviales. Los detalles sobre cómo lograrlo aún están siendo negociados y llegar a un acuerdo final no será sencillo, pero los dos lados parecen convencidos de que lo mejor es lograrlo ahora y lidiar con los problemas luego.

Sin embargo, el entendimiento presenta varios problemas hasta ahora. El primero es el riesgo de que diseñar apresuradamente un programa inconsistente, lo cual no será nada sencillo, puede terminar descarrilándolo, tal como sucedió en 2018. Cumplir con las metas fiscales, aunque parezcan laxas, y bajar la inflación al mismo tiempo será especialmente difícil. Los pagos en pensiones, los cuales representan alrededor del 50% del gasto total del Gobierno, se ajustan hacia atrás y si la inflación baja su carga sobre el fisco será aún mayor. Por eso, mucha de la discusión está enfocada en reducir los subsidios, que representan alrededor de 3% del PIB, especialmente los energéticos. Pero para lograrlo habrá que subir fuertemente los precios del gas y la electricidad, lo que será políticamente difícil y tendrá un impacto negativo sobre la inflación, la cual alcanzó 50,9% en 2021.

Un nuevo programa también necesariamente requerirá devaluar la moneda, en gran medida para cerrar la brecha entre el tipo de cambio oficial y los distintos paralelos, hoy por encima del 100%. Esto también impactará en la inflación. El FMI quiere que el banco central suba las tasas que hoy son negativas en términos reales, lo que a su vez encarecerá el financiamiento del Gobierno, lo que es especialmente problemático dado el deterioro del balance del Banco Central, derivado de la rápida caída en sus reservas y el alza de su propia deuda.

Si diseñar un programa que sea técnicamente sustentable es un desafío enorme, mucho más lo será dadas las divisiones al interior de la coalición de Gobierno. La poderosa vicepresidenta, Cristina Fernandez de Kirchner, todavía no ha dicho nada sobre el mismo, pero su hijo, Máximo Kirchner, renunció a la titularidad de bloque oficialista en la Cámara de Diputados en oposición al entendimiento. Seguramente les moleste más el acuerdo, si se logra.

Y más allá del diseño, es muy poco probable que el acuerdo se cumpla. La oposición a las medidas necesarias para mejorar las cuentas fiscales será inmediata. El marco negociado especifica un ajuste fiscal de 0,6% del PIB en 2023, un año electoral. Es difícil ver al presidente Fernández aceptando hacer ajustes mientras intenta reelegirse. El expresidente Mauricio Macri lo hizo y se convirtió en el tercer presidente en la historia de América Latina en no obtener su reelección. Así, con suerte el programa durará unos pocos meses. Ya que el FMI simplemente refinancia los pagos de manera trimestral, los riesgos de un atraso de pagos seguirán vigentes.

La mayor parte de los ajustes quedarán para después de las elecciones de 2023. El preacuerdo establece que el déficit primario (antes del pago de intereses) se reduzca en 1% del PIB en 2024, y que se llegue al equilibrio en 2025, con un ajuste de 0,9% del PIB, más del doble de lo que se le exige a este Gobierno. Vaya uno a saber cómo se logrará. Para peor, los pagos a los bonistas privados, que pasaron por una reestructuración agresiva en 2020, empezarán a correr a partir del 2025. Está claro que el próximo Gobierno seguramente tendrá que renegociar el acuerdo, o empezar tomando medidas impopulares que impactaran en la gobernabilidad; no es descabellado pensar en otra nueva reestructuración a los inversores privados.

Pero tal vez lo peor es que no hay nada en las negociaciones para mejorar el pésimo desempeño de la economía argentina. El país hace más de una década que no crece, los déficits fiscales y la inflación son endémicos y nadie confía en la moneda nacional. El Estado es grande e ineficiente, los impuestos y el gasto elevado, pero los servicios públicos son de pésima calidad y la economía informal sigue creciendo. Alrededor de la mitad de los jóvenes que empiezan la escuela no terminan la educación secundaria, la productividad de la economía está estancada y los regímenes laborales y de pensiones son una amenaza permanente a la estabilidad macroeconómica.

Se puede argumentar que, dada las condiciones políticas argentinas, este acuerdo es lo único que puede lograrse. Tal vez. Pero el resultado es que nada de lo que se apruebe ayudará a recuperar la confianza de los inversores, y menos aún a crear las condiciones para un crecimiento sostenido que reduzca la pobreza, la cual afecta al 40% de la población.

Igual que en la clásica película el Día de la Marmota, los inversionistas y ciudadanos argentinos parecen condenados a revivir la misma historia una y otra vez. Cada nueva administración debe empezar de cero un nuevo ciclo de crisis. Pero no solo son cada vez más cortos, si no que, como el personaje de Bill Murray, cada comienzo es más difícil de sobrellevar. Salir de esta verdadera calamidad no es fácil, pero los líderes políticos argentinos no parecen estar pensando en esto seriamente. Simplemente siguen perdiendo el tiempo, desperdiciando oportunidades, y se culpan los unos a los otros sobre los problemas del país, mientras patean los problemas hacia delante. El resto del mundo, incluyendo al FMI, parece haberse dado por vencido.

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