Vísperas de Petro
Siempre me ha parecido odioso el modo en que muchos increpan a los votantes de nuestros países vecinos en trance electoral con exclamaciones como “¡No, no lo hagan, deténganse! Eso ya lo vivimos en Venezuela”
“Las masas no tienen anhelo de verdad, sino de ilusión”.
La frase, tan glosada, es del bueno de Gustave Le Bon (1841-1931), aquel sociólogo francés muy seriamente interesado también en la física cuántica y a quien, por largo tiempo, se consideró mentor de las técnicas de propaganda del fascismo desarrolladas en la entreguerra del siglo XX.
Le Bon fue médico y viajero, de los de salacot e instrumental antropométrico, en épocas en que al Irán lo llamaban aún Persia. La verdad, su plenitud intelectual fue muy anterior a los fascismos, pero su trabajo pionero sobre la psicología de las masas y sus ideas sobre las razas y las sociedades humanas lo harían hoy blanco de “cancelaciones” en muchas universidades gringas.
Sus ideas, bastante kukluxklánicas, sobre el papel de lo inconsciente en la conducta de las masas, cobraron mucha boga a comienzos del siglo pasado. Sus teorías racistas se imbricaban armoniosamente en una misoginia tan liquidadora que ríete de Pablo Casado.
Sostenía, por ejemplo, que la diferencia entre dos grupos étnicos humanos era comparable a la diferencia que puede haber entre dos especies animales distintas. Y de las dimensiones craneales de una mujer podía concluir, benévolamente, y sin siquiera hablar con ella, que su intelecto era “apenas mejor que el de un negro”.
Era también hombre mundano, Le Bon. Presidía cada miércoles reuniones sociales, famosas durante la Belle Époque porque en ella se juntaba la postinera crema de la más chévere intelectualidá. Pensadores muy de tejas arriba, como por ejemplo Henri Bergson, eran invitadas por Le Bon a disertar sobre el tema que los tuviese ocupados. El núcleo de sus negocios era diseñar instrumentos para la experimentación científica y le iba muy bien. Sin embargo, su gran éxito fue Psicología de las multitudes.
“Cuanto más concisa sea la afirmación, cuanto más desprovista de pruebas y demostración, tanta más autoridad posee”, es uno de sus apotegmas. He pensado en Le Bon mientras servía de sparring a una jovencita de mi parentela que estudia Ciencia Polític aquí en Bogotown. ¡Madre mía, tener que leer e interpretar, con solo 18 años, a Ernesto Laclau!
Recordé la fascinación con que el pelotón de historiadores y politólogos venezolanos leían a Laclau a comienzos de este siglo. Fascinación y, sin duda, agradecimiento por brindarles la bien sonante fraseología, la solo aparentemente sesuda y palabrera templanza académica que pedía aplazar el juicio sobre lo que el comandante Chávez se proponía hacer con nuestro país.
Su bolivarianismo [el de Chávez, se entiende] no era, decían, reproducción del discurso hegemónico dominante sino, por sobre todo, una resignificación de la palabra “independencia”, un acto de resistencia, un recurso discursivo puesto en manos del pueblo para…” Le Bon era, si duda, menos farragoso.
Aparecieron cohortes de intérpretes, de hermeneutas. Si Chávez prometía en campaña electoral que freiría en aceite las cabezas de sus adversarios, no faltó el poeta laureado que advirtiese que la frase es solo un giro, un tropo, lenguaje figurado que solo un histérico podía tomar literalmente. Exaltado, sí, pero explicable por el fragor de la campaña.
Siempre me ha parecido odioso el modo en que, desde las redes sociales, muchos de mis compatriotas increpan a los votantes de nuestros países vecinos en trance electoral, con exclamaciones del tipo “¡no, no lo hagan, deténganse! Eso ya lo vivimos en Venezuela”, “¡Hermanos colombianos, (o chilenos, o mexicanos), no sean tan ingenuos, la democracia es siempre perfectible, no echen a la caneca lo que ya han logrado”...
Sin embargo, al mirar la extemporánea discordia de los precandidatos de la coalición de centro me invade el desconsuelo y me apresto a ver en Colombia un remake de la misma película. Y sé de antemano que no se parece a Encanto.
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