Será por algo
Somos nuestras mentiras porque nos definen tanto como nuestras verdades, pero también somos nuestros conocimientos inservibles
La canción Mi abuela, del grupo portorriqueño Wilfred y la Ganga, narraba a ritmo de una especie de rap las desgracias de Wilfred al irse un verano a casa de su abuela cuando él quería quedarse en casa de su hermano. Fue el tema del verano de 1989, o al menos sonó muchísimo aquellos meses. Tanto que hace unos años, sin darme cuenta, empecé a cantarla entera, de principio a fin, sin equivocarme ni en un verso y dejando conmocionada a la pequeña audiencia que me escuchaba. Todo porque alguien, en algún momento, dijo “yo llegué de Nueva York” y le interrumpí: “a principios de verano, y quería quedarme en casa de mi hermano, y él me dijo brother, aquí tú no te quedes”.
¿Por qué? Ni idea. Tenía 11 años cuando la escuché y se había quedado conservada intacta durante más de dos décadas sin que yo hubiese reparado en ella. La semana pasada, mientras paseaba con una amiga, la volví a recitar de corrido y ella dijo, con puntería desoladora: “¿Cuántas cosas útiles habrás tenido que olvidar para dejar sitio a la letra de Mi abuela?”. Me eché a reír temblando un poco. “Sí”, respondí, “es probable que a Schopenhauer, tras leerlo, lo olvidase rápidamente porque al ir a buscar sitio en mi cerebro se encontrase con el fortín de Wilfred y la Ganga”.
Antes de tener 11 años, lo sé porque todavía creía en Dios, recuerdo que yendo a una vieja tienda del pueblo que llevaba una mujer llamada Carmucha pensé que, para salvarme del infierno, dedicaría mi último pensamiento antes de morir a la Virgen María. Me prometí tanto a mí mismo no olvidarlo que la idea no se ha movido lo más mínimo de mi cerebro, ni siquiera cuando leí en El día D de Anthony Beevor que el primer soldado estadounidense que cruzó una alambrada alemana en Normandía y fue alcanzado por los nazis gimió, a sus 18 años, “mamá, mamá”, el mismo susurro con el que murió desangrado un soldado ruso en aquella película de 1993, Stalingrado: “Perdóname, mamá”.
Como tampoco he olvidado que, teniendo no más de 10 años, me di una ducha al volver de la playa tras conocer a mis nuevos amigos y pensé: “Con ese me pelearé”, aunque jamás lo hice porque sigo, aún y por fortuna, sin pelearme con nadie. Por no mencionar los conocimientos más estúpidos que me convertirían en ídolo de un concurso de televisión, como que la talla de pie de Bebeto es de 36 y, de ese estilo, tanta sabiduría que aún me pregunto qué sitio queda en mi cabeza para saber mandar un email.
Somos nuestras mentiras porque nos definen tanto como nuestras verdades, pero también somos nuestros conocimientos inservibles, aquellos que se han quedado almacenados dentro sin saber por qué y para qué, quizás solo para olvidar las cosas que de verdad nos enseñaron algo, los libros de los que parecía que aprenderíamos algo o las películas que pensamos que jamás se irían de nuestra cabeza expulsadas, al llegar al cerebro, por la letra de Mi abuela, de Wilfred y la Ganga. Mi yo optimista aún piensa: “Será por algo”.
La memoria es infantil, pero no porque se remonte a la niñez sino porque una parte sigue viviendo en ella sosteniendo diques incomprensibles. Y uno termina de crecer cuando comprende que se ha hecho mayor no solo con los recuerdos supuestamente importantes sino con aquellos tan estúpidos que, a fuerza de resistentes, marcarán estúpidamente su vida tanto como los otros. No necesariamente para mal.
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