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El ‘desexilio’

Hace un año si Juan Carlos I hubiera sugerido volver a España el Gobierno le habría amenazado con una devolución en caliente; ahora que las aguas bajan mansas, viva el Rey y su padre que viva donde quiera

Juan Carlos I
Juan Carlos I, en una imagen de archivo.Getty
Manuel Jabois

Una de las cosas más divertidas que pasaron en España el año pasado es que el rey Juan Carlos I se fue del país para evitar que las noticias sobre su fortuna en el extranjero dañasen a la Monarquía. Es decir, se llevó la Monarquía con él.

El arreglo no hizo escuela: a los siguientes investigados no se les invitó a viajar a ningún hotel de lujo del extranjero para que su presencia en el país, mientras se le destapaban los escándalos, no dañase al conjunto de la ciudadanía. Fue, en realidad, un aspaviento. Pero tampoco la monarquía es otra cosa que una institución de gestos. Se trataba de un rey de España fuera de España siguiendo una doctrina muy precisa: si tu dinero puede vivir fuera del país, tú también. Con la salvedad de que lo único que afectaba a los españoles era que su dinero viajase, no él.

El archivo de la Fiscalía suiza de sus investigaciones no desmiente lo probado, pero resuelto el contratiempo judicial empieza a valorarse su regreso a España. Solo alguien sin sentido del espectáculo, y creo que no queda ya nadie en este país sin él, puede oponerse a que el rey emérito pise de nuevo la tierra que le hizo enriquecerse. Si nadie debería volver al lugar en el que ha sido feliz, sí debe hacerlo corriendo al lugar en el que ganó dinero. El Gobierno, que no tiene sentido del espectáculo pero sí arácnido, ha suavizado las formas de esa manera tan delicada en que se mueven las placas tectónicas del statu quo español, superviviente a base de dejar morir los terribles espectáculos que le afectan. Hace un año, si Juan Carlos I hubiera sugerido volver a España le habrían amenazado con una devolución en caliente; ahora que las aguas bajan mansas y fáciles: viva el Rey y su padre que viva donde quiera.

Una solución ambigua sería organizarle una comisión parlamentaria de bienvenida para que el rey emérito despliegue campechanía y cierre así boquitas, que es como se atajan los problemas de imagen en España: con zascas. Observen a Mariano Rajoy vapuleando a sus adversarios sin reconocer una verdad; creían sus interrogadores que, si cuando era presidente del Gobierno no se acordaba de los escándalos financieros de su partido, cinco años después y retirado se iba a acordar perfectamente uno por uno. Somos fáciles y domesticados: unas coñas y a seguir.

Una de las escenas con más puntería de Venga Juan, si exceptuamos el desconcierto de Juan Carrasco ante el género fluido de su hija (“¿desde cuándo hay lesbianas en Logroño?”) y su conversación con el guardia civil calvo que lo detiene (“el violador de ancianas de Ciudad Lineal se ha puesto pelo, en la rueda de reconocimiento no lo reconocieron, y él sigue violando viejas pero con un pelazo..., qué envidia”, dice el agente; “buf, es que a mí tan viejas…”, responde Carrasco; “envidia del pelo, hombre”), ocurre cuando el político no sabe qué ponerse para salir de su casa asediada por las cámaras. Carrasco intuye que de la ropa con la que salga en el telediario dependerá la percepción popular del delito que se le atribuye. “Muy trajeado, trincón fijo. Con sudadera y capucha, pederasta”, supone. Se llama dar el pego, tan importante como saber que hay gente dispuesta a comprarlo. Esperen a la noche del 5 de enero, no nos cuelen al emérito en camello con corona y capa desatado como Chiquetete: “¡Soy el rey!”.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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