_
_
_
_
tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Podrán los memes salvar a un país del fascismo?

Hay que convencer a ese 65% de Chile del que no sabemos nada de que no vote por un presidente de ultraderecha, y quizá la mejor herramienta para lograrlo sea hacerlos reír con chistes

Un partidario de José Antonio Kast, en Yumbel, Chile, el pasado 23 de noviembre.
Un partidario de José Antonio Kast, en Yumbel, Chile, el pasado 23 de noviembre.JUAN GONZALEZ (Reuters)

El lunes por la tarde, después de observar durante un día entero, y detenidamente, qué sentimiento me provocaba el resultado de las elecciones en Chile, a las 23:57 por fin lo descifré. O más bien, saboreé: amargo. “Acabo de comprender cabalmente el término de amargura”, me dije, con la luz del velador apagada, y en voz alta. No fue rico. Y tampoco fue sólo un mal trago, sino una intuición; va a durar. Sobre todo, fue triste que no se tratara de tristeza.

“Amargura, pucha, siempre la pienso asociada al tiempo”, me responde un amigo chileno que vive en Fráncfort. “¡Eso!, eso mismo”, le repetí al wasap: “Amargura=Vejez”.

Me explico: Kkst, el candidato de la ultraderecha radical (no son mis palabras, sino las del financiero alemán Handelsblatt), ganó las primarias y durante los siguientes dos días, la situación en Chile roba toda mi atención. Yo, que la semana pasada chaplineaba con un ataque de tos y risa en plena presentación de mi novela en Córdoba. Antes tenía preocupaciones románticas (ánimo de amar, o hablar sobre el amor), también quería teñirme el pelo de naranja, conocer la Alhambra y un bar llamado Alexander. Ahora todo parece frívolo: no me gusta nadie, no puedo ser feliz, no debo sonreír. Sobre todo yo, que estoy viviendo en Europa hace 11 meses. Así que ni siquiera puedo liberarme en resentimiento. Y como tramitar la visa ha sido un infierno, tampoco sabe a culpa.

Salgo a trotar y me pregunto si debería volver y dar cara al fascismo. Acaban de invitarme a una feria en Bío Bío y recuerdo a Bolaño preso en Concepción. “Pero Bolaño fue a luchar por el proyecto de la Unidad Popular, por Allende. Tuvo la mala suerte de llegar unos días antes del golpe de Estado. Y tampoco se quedó”. Le planteo mi debate mental a varios amigos:

“No sabes lo que se viene”, me advierte A, de 50 años (no alcanza para baby boomer, pero es uno de mis amigos de más edad). “Una dictadura. Va a desaparecer gente”.

“Este país es de viejos”, me dice Diego, uno de los más jóvenes, “Si con Piñera disparaban a los ojos, ahora sí que van a estar desatados”.

“No vuelvas a Chile, quédate allá”, me repite todo el resto. Y más que alivio por la distancia-protección, se siente a falta. Porque la decisión estaba tomada desde antes. Yo no pensaba volver.

Esa misma noche sueño que un exfrentista revolucionario viene a buscarme a Granada. Pero no es una pesadilla: lo ridículo y cómico de la situación sobrepasa la angustia.

Entonces, algo cambia: cuando me despierto circulan varios memes y tuits graciosos a favor del candidato de Apruebo Dignidad: Boric junto a Britney Spears; Keanu Reeves; Björk, Sailor Moon (primeras sonrisas).

“Puedes llamarme por mi nombre o por perrita loca buena pa votar por Boric en segunda vuelta que es el cargo que tengo por elección popular” (una carcajada).

Los chistes como estímulo, tiene sentido. Lo primero es levantar la moral. Lo segundo: buscar formas de comprensión entre nosotres.

“La izquierda está tan dividida que no íbamos a llegar a nada argumentando seriamente, pero el humor es como un idioma universal o algo así”, le comento a un amigo que hace stand up comedy.

La semana avanza y surgen nuevas prioridades: lo fundamental es salir de la burbuja y convencer al otro 65% del país, del que acabamos de darnos cuenta de que no sabemos nada. La estrategia apunta intuitiva y rápidamente hacia las madres: llenar esos wasaps familiares en los que nunca participamos con saludos de buenos días más una imagen de Piolín o Chayanne invitando a votar por Boric.

Por suerte, yo no tengo que convencer a la mía. Consiguió trabajo como cajera en una clínica hace poco, y esa noche me cuenta que cuando Kkst fue por la tercera dosis de la vacuna todas sus compañeras se escondieron. “¿Y quién va a atender a ese weon?, ¡porque yo no!”.

Imagino la escena, me río. A continuación, aprecio detenidamente el sabor: dulce y ácido otra vez.

Es posible que el pajarito amarillo de Looney Tunes, tan dulce como burlón, logre ayudarnos con nuestras mamis (“¡Mamááá, el gato ese de verdad quiere matarnos!”). Pero, ¿podrá el humor salvar a un país del fascismo?

Los decálogos que surgen en redes sociales para convencer a los indecisos aconsejan no usar el término “fascismo”. Hago caso, y también sigo compartiendo memes. Me parece que su humor es cada vez más sofisticado y que ya no solo dan ánimo, sino que inspiran a otros a pensar creativamente: diversificar las narrativas discursivas de la campaña.

Mi amigo que hace stand up, insiste:

“Jajaja igual es cierto que el país está tan dividido que necesitamos un idioma común. Pero yo pienso en esos memes feos, pantallazos de vídeos de YouTube en Android sin humor. ¿Cómo entrar ahí?”.

Revisito la película Scarecrow (1973). Un payasesco Al Pacino propone la verdadera función de los espantapájaros: “Mira, el granjero pone a un muñeco con sombrero y cara graciosa. Los cuervos se ríen y dicen, vaya, el granjero Jones es un buen sujeto, nos hace reír, no lo molestamos”.

Quizás ese sea el desafío ahora: hacer reír a los cuervos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_