Elecciones presidenciales en Chile: una lectura preliminar
Pero aun resueltos los comicios, el país tiene una compleja, importante y extensa agenda por delante con varias asignaturas pendientes: la nueva Constitución, la violencia en la Araucanía, la polarización social y política, además de la recuperación económica
Si, como suele afirmarse, las elecciones competidas no se ganan ni se pierden sino que se explican, el resultado de las presidenciales en Chile del 21 de noviembre pasado parece confirmar tres cosas: en política nunca hay que dar nada por seguro, la polarización colapsó el espacio del centro electoral, y la generación de los grandes actores y fuerzas partidistas que hicieron la transición y edificaron lo que con cierta alegría se conoció como el “milagro chileno”, ha llegado a su fin. Veamos.
Hace varios años visité al sociólogo chileno Ernesto Ottone, que por entonces era el asesor político del presidente Ricardo Lagos. Tras una larga conversación le pregunté cuál era el siguiente paso para Chile; como si fuera la cosa más natural del mundo me respondió: “ser como Finlandia”. Pero en la última década ya no era, o no del todo, el Chile triunfante de los noventa, con gran seguridad en sí mismo y elevada autoestima, sino más bien un país nuevamente en transición, pero de orden psicológico. Y, por supuesto, nadie se imaginaba que en 2019 vendrían los estallidos sociales, la crisis política y, aparentemente, el retorno del país al accidentado y deprimente vecindario latinoamericano. En todo caso, permite observar, como en un laboratorio, los innegables progresos sociales y económicos desde el retorno a la democracia, pero también el severo desgaste, a veces invisible, que lleva a ciertos países a ser víctimas de su propio éxito. ¿Qué pasó?
En tres décadas de democracia, Chile cambió y en buena medida las transformaciones en el entorno internacional –la revolución tecnológica y digital, patrones culturales diferentes, desideologización, mejores condiciones materiales de vida, diversidad- modificaron también parte de su cultura cívica. La gente se preocupaba más por los problemas cotidianos en su vida personal y menos por los “grandes temas”. En 1989 el electorado sabía que su voto tenía un claro fundamento histórico y una orientación política de la mayor importancia para normalizar al país luego de 17 años de dictadura militar. En cambio, en las elecciones transcurridas desde 1999 y hasta 2021, ya no había miedo a la dictadura ni una motivación tan concreta y decisiva para el país como fue la recuperación democrática. Surgió ahora una oposición de extrema derecha (representada por José Antonio Kast en estas elecciones) que interpretó correctamente esta nueva sociología electoral y elaboró un programa sencillo, fácilmente comunicable, sin demasiadas ideas, basado sobre todo en la ley y el orden, y construido a la medida del estado anímico de un votante inconforme y temeroso en un país que dejó de ser joven y cuya edad promedio es de alrededor de los 36 años. La vieja coalición gobernante, por su parte, principalmente formada por la Democracia Cristiana y el partido Socialista, en cambio, no pudo presentar una oferta unificada, envejeció mal, propició una cierta atomización del voto (que en conjunto levantó 47%), y dejó el espacio para una alternativa novedosa (Gabriel Boric), surgida de los movimientos estudiantiles de 2006, con alguna experiencia institucional desde el poder legislativo, pero que parece haber cometido un error de juventud, de esos que solo se aprenden sobre la marcha: olvidar que en política, como diría Ortega y Gasset, siempre “lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal y lo conceptual”, y lo real es que la jerigonza juvenil (y a ratos adolescente) terminó por excluir a buena parte del votante de centro. Al final, las dos opciones extremas se hicieron con más de la mitad de los votos sufragados, casi a partes iguales, y a una distancia mínima de dos puntos, pero dejaron fuera al resto.
En buena medida, la evanescencia de ese centro electoral ha sido producto del cambio social en estos años. Al margen de la coyuntura, Chile ha mutado notablemente y se refleja de muchas maneras: el surgimiento de una porción de la sociedad muy escéptica frente a los partidos, las ideologías, las prácticas tradicionales de hacer política, y, en los últimos tiempos, irritada por la corrupción de las élites empresariales, políticas, militares y policíacas; un ancho sector de clases medias ajenas a la historia de los años setenta y ochenta que aspira –y a veces no puede o puede menos de lo que quisiera- a ascender en la escala social, insatisfecha, individualista, más compleja en sus juicios y opiniones, y desde luego una franja antisistema que no encuentra alojamiento político en ningún lado. La existencia de estas diferentes capas ciudadanas la identificaron mejor los extremos, a la derecha y a la izquierda, y ambos sintonizaron por distintas razones con muchos chilenos a los que la memoria histórica les dice ya muy poco o bien piensan que por los caminos convencionales no hay -o no se ve- un horizonte de futuro ni un proyecto de país que logre dotar de propósito al sentimiento colectivo o comunitario, entre otras razones porque este sentimiento fue reemplazado por la diversidad y por una clara fragmentación social.
A Chile le ha ocurrido lo mismo que a países que han operado transiciones de gran calado -en Europa central por ejemplo-, es decir, que las fuerzas políticas que han encabezado los cambios o jugado un papel decisivo en ellos tienden a agotarse una vez que la sociedad y el régimen se estabilizan y entran en una fase de normalidad y desgaste, con todas las consecuencias, costos y ajustes inevitables. En 1999, el candidato del centro-izquierda, Ricardo Lagos, ganó apenas por dos puntos y en segunda vuelta; Michelle Bachelet, de la misma coalición, ganó en 2010 y en 2018 pero en ambos comicios le sucedió el candidato de la oposición de derecha, lo que en alguna medida supuso una reprobación de su último mandato. En los últimos cuatro años, se produjeron crisis tras crisis: el estallido de violentas e inéditas manifestaciones callejeras en octubre de 2019; los escándalos, también inéditos, de corrupción a distintos niveles, como en las fuerzas armadas y los Carabineros, y de colusión entre políticos y empresarios; la pandemia de la covid-19 y su consecuente contracción económica, y, como corolario, una pérdida del sentimiento de suficiencia que los chilenos albergaron por más de dos décadas.
¿Por qué con un desempeño exitoso durante cuatro Gobiernos la Concertación de partidos de centro izquierda se hizo polvo? ¿Qué factores explican que las formaciones tradicionales de la derecha, Renovación Nacional y la UDI, ahora envueltas en las siglas de un partido supuestamente “nuevo”, hayan recogido casi 28% del voto? ¿Cuáles han sido los aspectos más relevantes del proceso electoral y cómo han influido los cambios en el paisaje político y cultural de Chile? En suma: ¿por qué un país que venía haciendo tan buen trabajo parece ahora sumido en una confusión psicológica, cívica y política?
La jornada electoral del pasado 21 de noviembre tuvo algunas características sobresalientes. La primera es una baja participación. Si bien hasta 2012 era obligatorio votar en Chile, en 2021 la tasa efectiva apenas alcanzó 47%, cifra inferior a la registrada en otras presidenciales, pero en línea con el abstencionismo de las elecciones a gobernadores, que fue del 80 por ciento, y de alcaldes, que fue del 64%. La segunda es que casi la mitad de los votos válidos emitidos (46.2%) se dispersó entre cinco candidaturas -una de las cuales hizo campaña virtual desde EE UU- que desde el principio no tenían posibilidad alguna de ser competitivos, lo que evidencia una vez más que en ambientes polarizados no hay “terceras vías” sino un clivaje. La tercera es que, a diferencia de otras ocasiones, el porcentaje de votos en blanco o nulos, que llegó a alcanzar el 12.5% en algún momento, ahora apenas fue de 1.2%, lo que indica que para el votante inconforme o anti-sistema anular la boleta ya ni siquiera es opción. Una cuarta es que el candidato de la extrema derecha captó bien que entre ciertos grupos etáreos hay un pinochetismo cultural o sociológico, por llamarlo de alguna manera, que no estaba tan muerto como se pensaba y revivió al dictador o, mejor dicho, lucró con algunos de sus peores fantasmas, entre ellos la seguridad y el orden a toda costa.
Una quinta es que la izquierda leyó muy mal el tejido anímico del electorado y calculó que después del estallido callejero de octubre de 2019 y después del plebiscito constitucional del año siguiente -en el que participó el 51% del electorado, con más afluencia de jóvenes entre 18 y 29 años pero menos de mayores de 50 años- los ciudadanos estarían decididamente de su lado, lo que claramente no ocurrió, y mecánicamente optarían, como dice un agudo obervador chileno, por un progresismo “buena onda” y no por un conservadurismo anticomunista y primitivo. Y finalmente el ciudadano chileno hijo de la democracia, que se presumía liberal, educado, cosmopolita y moderno, parece que no existe en la proporción que se creía o está confinado en la academia y las élites mediáticas e intelectuales, o bien no salió a votar. En suma, la elección pintó un lienzo de desinterés político, confusión intelectual y hartazgo social –fenómenos crecientes en otros países- con la política, los partidos y los procesos electorales.
Todo ello, no obstante, merece ser leído en otras pistas.
En primer término, en la últimas tres décadas y hasta antes de la pandemia, Chile había venido alcanzando tasas de crecimiento económico notables que, entre otras cosas, hicieron posible que tras el retorno a la democracia más que duplicara el producto interno y el ingreso per cápita aumentara de 5.300 dólares a casi 15.000 en 2019, con un ritmo constante de generación de empleo y, por consecuencia, de acceso al consumo individual y familiar. Y todo aderezado por una percepción internacional positiva de los progresos que el país registraba: Chile era, según esa opinión, el “modelo” en América Latina y el “ejemplo” a seguir. Esos factores sembraron en la sociedad chilena una arraigada impresión de “éxito” y fertilizaron la autoestima colectiva. Sin embargo, como planteó hace tiempo Samuel Huntington, la estabilidad tiende a sufrir severos desajustes en aquellos países que están en el tránsito de una sociedad tradicional, que aún pervive, hacia una sociedad plenamente moderna, que aún no llega. Ello se manifestó en un cambio notable en los patrones de comportamiento del chileno promedio, en una elevación de sus expectativas por mejorar su nivel de vida y, por consecuencia, en el incremento, poco sostenible, de los niveles de consumo al que se había acostumbrado. En síntesis, indujo a un posicionamiento cultural y psicológico muy especial en la vida cotidiana de la sociedad y en la percepción de sí misma.
Por otro lado, como han mostrado diversos informes, la distribución del ingreso en Chile sigue siendo muy inequitativa. Por ejemplo, la Encuesta de Ocupación y Desocupación informó que entre 2017 y 2019 esa variable “es altamente desigual”; en promedio, el 10% de la población gana casi ocho veces más que el 90% restante. Es cierto que el país venía experimentado buenas tasas de crecimiento pero la inequidad estructural del país combinada con los efectos de la pandemia, entre otras disfunciones, crearon una crisis de expectativas que lógicamente ha tenido una expresión política y electoral.
En segundo lugar, al margen de la coyuntura, Chile ha mudado notablemente y se refleja de muchas maneras: entre ellas, el surgimiento de una porción del electorado enojada con los partidos y los estilos convencionales de hacer política; una clase media que ascendió en la escalera económica pero ha visto que se acabaron los peldaños -o eso le parece-, poco interesada en la historia reciente y más compleja en sus juicios y opiniones. Es posible que el candidato de la extrema derecha haya encajado mejor con las “latencias sociales”, como las llama Ascanio Cavallo, es decir que no obstante el crecimento económico (o quizá por él), los chilenos no parecen sentirse bien: en el índice de bienestar de la ONU y la universidad de Columbia, Chile cayó drásticamente los últimos tres años: del lugar 23 en 2019, al 38 al año siguiente y al 43 en la edición más reciente. Y quizá sean infelices, como dijo hace tiempo Eugenio Tironi, “en un doble sentido: algunos porque no logran incorporarse plenamente a los procesos de modernización, y otros por lo opuesto: se han incorporado pero descubren que les estresa demasiado, provocándoles trastornos de tipo emocional”. Además, muchos chilenos piensan que no existe -o no lo advierten- un asidero que logre dar sentido a la experiencia cotidiana de la gente; ocurre entonces lo que en los años cincuenta un politólogo llamó “amoral familism”: es decir, cada quién se las arregla como puede teniendo a la familia como único referente. Y todo ello, naturalmente, repercute en el comportamiento político.
En tercer término, las campañas trabajan sobre un mercado electoral potencialmente capitalizable a partir de factores subjetivos, esto es, de resortes anímicos. El votante promedio tiende hoy a emitir su voto por razones emocionales o muy personales y no desde la fría racionalidad, la pertenencia o la identidad. Una campaña no es una cruzada ética, una disquisición moral, una contienda escolar o un seminario académico: es un conjunto de acciones tácticas y estratégicas para seducir, movilizar y levantar votos. En este sentido, ambas campañas jugaron la baza de matar al padre y por ende distanciarse de sus progenitores políticos -en un caso el actual Gobierno de Piñera y los partidos de derecha y en el otro los de la vieja Concertación- para tratar de representar una propuesta distinta. A la luz de los resultados, solo una mitad de los votantes que acudieron a las urnas compró esa oferta; pero la otra se quedó sin punto de contraste y pulverizó su boleta entre los otros cinco candidatos.
En cuarto lugar, Chile ha tenido históricamente un problema sistémico que debilita la comunicación política y que, visto lo visto, no ha podido ser compensado por el mundo digital o las redes sociales. Una de las características centrales de la derecha chilena –que cobijó a Kast- es la convicción de que uno de sus deberes principales es modelar a la sociedad conforme a su propio código de valores. Durante el gobierno militar esta idea se vio acentuada no solo en el proyecto económico sino también en el diseño constitucional, electoral y político, en el rechazo a “desviaciones” como el divorcio, el aborto o la homosexualidad, en la creación o el impulso a instituciones educativas afines con propósitos de reproducción ideológica, entre otras cosas. Con todo ello, se propusieron elaborar una auténtica pedagogía en cuya transmisión, obviamente, los medios, particularmente los tradicionales, fueron el vehículo indispensable. Estos medios, además de su compromiso histórico con el sector más conservador y su disimulada pero muy genuina devoción por el viejo régimen, han visto en los candidatos de la derecha la personificación de sus intereses, sus causas y los principios en que creen que debe sustentarse la vida chilena. Esta vez no ha sido la excepción y la factura la pagó, obviamente, el candidato de la izquierda, que tampoco hizo un gran esfuerzo -o no se notó- por salirse del regazo generacional y, por lo mismo, excluyente.
¿Cómo se resolverá la segunda vuelta el próximo 19 de diciembre? Por ahora, es apresurado hacer pronósticos contundentes porque la distancia entre ambos competidores es de apenas 2.08%, porque es difícil calibrar si los ciudadanos creerán que su previsible corrimiento al centro sea verosímil, y porque nadie sabe si el simpatizante del resto de los partidos les trasladará automáticamente su voto, como lo van a pedir sus dirigentes. Pero aún resuelta esta elección Chile tiene una compleja, importante y extensa agenda por delante con varias asignaturas pendientes –la nueva Constitución, la violencia en la Araucanía, la polarización social y política, la recuperación económica, la equidad- de la cual depende la consolidación de una democracia de calidad, homologable y funcional. Cualquier cosa que prefiera el electorado, lo único cierto es que los partidos y los políticos del pasado, cuya contribución al crecimiento y la modernización de Chile fue decisiva, ha terminado su ciclo y ya son parte de la historia. Notable ciertamente, pero historia al fin.
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