A mitad de legislatura
El primer Gobierno de coalición ha padecido la mayor prueba de estrés en décadas sin renunciar a la agenda reformista
La irrupción de la pandemia desbarató desde febrero de 2020 los planes del Gobierno de España y del resto de los ejecutivos del globo. La emergencia sanitaria con su reguero de víctimas mortales, secuelas sanitarias y sus devastadoras consecuencias económicas, laborales, sociales y afectivas adquirió una inmediata prioridad. En el caso español, la pandemia estallaba en plenos balbuceos de un experimento como era un Gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, tras una rápida negociación a varias bandas provocada por el ajustado resultado electoral de noviembre de 2019. Los mutuos recelos alimentaron las dudas sobre la viabilidad de ese Gobierno inédito en la historia reciente de España, pero quizá la pandemia misma funcionó como inesperado aglutinador ante los embates tanto de la covid-19 como de una oposición que creyó ver en ella la crisis perfecta para mandar a casa a un Ejecutivo que carecía de modelo anterior de funcionamiento. El estrés político que impuso la pandemia pudo ser parte del acelerado entrenamiento que necesitaba un Gobierno de coalición contra los jaleadores de su colapso inminente.
La reacción del Gobierno ante la crisis sanitaria fue tardía, como en la mayoría de los países europeos, pero la gestión posterior ha exhibido una eficacia incontestable en términos comparativos, y ha sido reconocida internacionalmente por distintos organismos. España figura hoy en el reducidísimo grupo de países con el porcentaje más alto de vacunación, se administra ya una tercera dosis en ancianos y personas de riesgo y es bajísimo el índice de negacionistas antivacuna. El sistema público de salud se resintió gravemente, exigió de sus sanitarios más de lo que hubieran imaginado nunca y demostró por la vía más dramática los efectos de los recortes practicados por gobiernos anteriores. Amparadas por la decidida reacción financiera de Europa, las medidas contra la destrucción de empleo tras la paralización de la economía (y la vida entera) lograron frenar los peores efectos también: hoy el 94% de los 3,5 millones de trabajadores que se acogieron a los ERTE ya no están bajo esa cobertura, el empleo ha llegado a los 20 millones de cotizantes, equiparable al tiempo anterior a la crisis de 2008, aunque lastrado aún por la temporalidad desorbitada del mercado laboral español. Un crecimiento del PIB menor del esperado, los costes de la energía, el atasco global y la inflación elevada se erigen en potenciales nubarrones para lo que queda de legislatura.
La agenda reformista pactada entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se ha desarrollado a un ritmo inevitablemente marcado por la prioridad de la pandemia. Pero los Presupuestos han iniciado su tramitación parlamentaria, y se aprobó la ley de vivienda, pese a las sacudidas en el Gobierno. Hubo tensiones dictadas por las discrepancias de fondo o el afán de protagonismo de los socios de coalición, pero han acabado, in extremis, encontrando vías de encauzamiento a la espera de ver cómo cuajan en la reforma laboral. La subida del salario mínimo interprofesional es una conquista ya plenamente asumida y se aprobó el ingreso mínimo vital, aunque resulte increíble que sea incapaz de llegar todavía donde debe: la brecha de la desigualdad social sigue siendo en España el caballo de batalla crucial para prevenir el riesgo de exclusión en que se halla, en torno a un 25% de la población. En medio de formidables polémicas el Ejecutivo sacó adelante la ley de libertad sexual y la ley trans. Tampoco el Gobierno ha logrado una gestión airosa de la renovación de las instituciones, bloqueadas por el PP y sus votos imprescindibles para abordarla: ha acabado siendo un paso atrás en la necesaria regeneración democrática que todos, y el Gobierno el primero, predican.
Esta media legislatura ha sido también la de un enconado clima político que contagia a las redes y desmoraliza a la calle (más poblada que cualquier red). Pero esa aceleración nerviosa llega también al Parlamento con excesos verbales que trascienden la pugna política e incurren en la derogación del pacto tácito de la política democrática: la legitimidad del adversario. A cambio, uno de los frentes más accidentados de los últimos años vive hoy otro clima a través de la reconducción hacia la política institucional de una parte del independentismo catalán. La concesión de los indultos a sus líderes encarcelados favoreció la nueva atmósfera, a la vez que el Gobierno parece dispuesto a fomentar, todavía tímidamente, algunos de los vectores que permitan federalizar de forma más estable el Estado de las autonomías. Entre ellos figura la descentralización de instituciones de nueva creación, apenas testimonial; pero no se avanza, sin embargo, en la imprescindible reforma de la financiación autonómica, aplazada una vez más.
La pandemia no ha acabado con este Gobierno, la izquierda gestiona el poder en consonancia con los socios europeos mientras la derecha sigue pronosticando el derrumbe de España sin miedo a la hipérbole, la polarización y el mero ruido mediático. Es un panorama político que no va a mejorar, sino a volverse más ensordecedor de aquí a las elecciones. En este tiempo, en lo que queda de legislatura, el Ejecutivo tiene otro examen trascendental: el rápido y buen uso de los fondos europeos que deben impulsar la modernización de nuestra economía. También en esto el consenso sería esencial, pero reclamarlo en España parece conducir solo a la melancolía.
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