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Columna
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Ropa tendida

Se ha terminado por puerilizar a los españoles cuando se enfrentan a su propia historia política, como si no fueran capaces de asumir la complejidad del pasado

Un equipo arqueológico trabaja desde hace un mes en la fosa común hallada en el cementerio de Belchite.
Un equipo arqueológico trabaja desde hace un mes en la fosa común hallada en el cementerio de Belchite.Carlos Gil-Roig
David Trueba

En un libro recientemente publicado, La conquista de la Transición, el político Óscar Alzaga rememora la destrucción de los archivos policiales del franquismo por orden ministerial de 1977. Una bibliotecaria esmerada, incluso, cuando Alzaga recababa información en los archivos de Salamanca, se refería aún al ministro responsable, Martín Villa, con un apelativo enormemente significativo: el pirómano. Porque en esa destrucción, de la que se salvaron aquellos legajos que tuvieran un neto valor histórico, aunque vaya uno a saber bajo qué criterios se llevó a cabo la discriminación, se quemaron las fichas de seguimiento, estudio y coacción de cientos de ciudadanos que algún día cayeron bajo la lupa dictatorial con las específicas acusaciones contra cada uno. Los estudios siempre han señalado que décadas antes, perdida la II Guerra Mundial por los nazis, el régimen franquista se empeñó en no dejar huella de su afinidad política y estética con el Reich, para lo cual se procedió a destruir material fílmico de manera más o menos accidental. El desperdicio y la disgregación caprichosa de muchos archivos son solo elementos que se suman a la actitud que ha presidido la relación de los españoles con su propia historia.

Las madres de antaño utilizaban la expresión “hay ropa tendida” para que se cambiara de tema o se bajara la voz ante la presencia de un niño que no debía enterarse de según qué cosas. En ese empeño por la infantilización se ha terminado por puerilizar a los españoles cuando se enfrentan a su propia historia política, como si no fueran capaces de asumir la complejidad del pasado. Esa laguna se utiliza para tapar vergüenzas o para estimular las teorías conspiranoicas. Ambas derivas igual de bobas, porque la verdad siempre termina por asomar y porque las conspiraciones requieren de una habilidad y una depuración que está reñida con nuestro carácter sanguíneo e imprevisible. Al llegar el tiempo en que volvemos a discutir sobre la pertinencia de fijar una ley de secretos oficiales que imponga un margen razonable de tiempo para preservar las labores secretas de un Estado, pero que permita al ciudadano llegar a viejo con una certidumbre sobre las épocas que le tocaron vivir, los españoles nos parecemos muy poco a las democracias que admiramos. En ellas se fija un periodo de protección, pero no se blinda la memoria de los servicios de inteligencia.

Por ello, la especulación se ha convertido en una rama de la historiografía española que levanta pasiones. Pese a que la ley se remonta a 1968, y salvo algunas reformas, al día de hoy aún se está discutiendo la duración previa a las desclasificaciones de los materiales reservados. También los secretos tienen caducidad legal. No parece que la excusa de poner en riesgo la seguridad del Estado se sostenga hasta la eternidad, pero sin embargo, ahí pervive, pese a que de tanto en tanto son archivos extranjeros los que nos traen un poco de luz. El actual Gobierno ha decidido poner en marcha su propia reforma de este asunto tras descartar la propuesta por el PNV. Veremos si se logra avanzar algo antes del final de legislatura en 2023. Como demuestra la apertura de una fosa común en Belchite, en España el tiempo parece correr más lento que en cualquier otro lugar. Asumamos que el pasado es algo que no nos podemos quitar de encima, pese al susurro constante de que hay ropa tendida.

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