El clima y el alma de Occidente
Europa debería articular una posición propia, menos condicionada por las tensiones de las potencias, y atraer en lo posible a China a los espacios multilaterales donde se dirimen los retos globales
Si preguntamos a un ciudadano chino qué prefiere, votar o vivir en una ciudad sin contaminación, probablemente elija lo segundo. Me lo dijo hace poco una amiga alemana y, aunque hablemos poco de ello, todos sabemos que en democracia es más difícil enfrentarse al cambio climático. Modificar hábitos de vida no es rentable electoralmente y trae sacrificios a los trabajadores. El impuesto a los carburantes de Macron fue la mecha para los chalecos amarillos, y aquel “fui elegido para representar a los habitantes de Pittsburgh, no de París” de Trump capitalizó la promesa de Clinton de cerrar la industria del carbón. Para China, sería más fácil descarbonizar su economía, aunque se excuse en su papel de “nación en desarrollo” para tomarse su tiempo. Porque China ha adoptado compromisos respecto al clima, y China es disciplinada. Pero esta semana solo se oía que el mayor contaminador y consumidor de carbón del planeta no estaba en la COP26.
Sí estuvieron sermoneando a los ausentes Di Caprio y sus cámaras, Greta Thunberg y su micrófono, el príncipe Carlos y, por supuesto, Boris Johnson, el premier del país que hizo la Revolución Industrial 150 años antes que China. China estuvo, vía videoconferencia, y cumplirá su compromiso de neutralidad climática en 2060, pero sigue la estrategia covid cero. Mover a un presidente es trasladar a 1.000 acompañantes que podrían contagiarse, como en la caravana de 85 vehículos lustrosos de Biden, sin hablar de los 400 jets privados que sí fueron al evento. La norma de evitar al máximo los encuentros con extranjeros oculta también el temor de que la vacuna china no proteja contra la variante delta. No obstante, la pregunta sobre si podemos confiar en la política ambiental del gigante asiático tiene sentido, aunque sepamos que somos los más contaminantes del planeta, que la contaminación per capita de un estadounidense supera con creces a la de un chino o que, paradójicamente, como decía Emily Tamkin en The New Statesman, el país más salvaje emitiendo gases de efecto invernadero, EE UU, se arrogue el liderazgo contra la crisis climática sin tener su casa en orden.
La polémica ausencia china muestra que Occidente sigue mirando al mundo a través de los intereses de EE UU: malas noticias para Europa, que debería articular una posición propia, menos condicionada por las tensiones de las potencias, y atraer en lo posible a China a los espacios multilaterales donde se dirimen los retos globales. Afganistán nos enseñó que el sueño americano de rehacer el mundo se marchita, y el realineamiento geopolítico del Aukus que EE UU se aleja progresivamente de la zona euroatlántica. Europa es, pues, el alma de Occidente. ¿Cumpliremos nuestro compromiso para 2050? Falta que nos lo creamos y, quizás, en lugar de obsesionarnos con China, que pensemos en quienes se verán más afectados por la crisis climática también por nuestra culpa. Por ejemplo, el ignorado Sur global.
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