De adicta al carbón a la “revolución verde”: la complicada transición de China hacia la neutralidad de carbono
Los últimos episodios de escasez energética muestran la gran dependencia de los combustibles fósiles que aún afronta el mayor emisor del mundo
El monumento Larga vida a los mineros, un muro con imágenes de trabajadores ejemplares frente a una reproducción a gran tamaño de una pieza de carbón en el parque Jinhuagong, simboliza todo lo que es Datong. Desde hace más de 1.500 años, esta localidad de 1,8 millones de habitantes en el norte de China extrae hulla de las vetas oscuras que entreveran sus montañas arcillosas. Conocida como la capital del carbón de China, que a finales de los años noventa llegó a contar con 287 minas, la ciudad vive desde este verano un frenesí de actividad.
Filas de contenedores esperan el tren que transportará el combustible a las ciudades de la poblada costa china. Minas cerradas desde hace años se han reabierto. El carbón vuelve a ser el rey ―“la gran fuente de energía”, como proclamaban sus carteles en los años de pujanza―, aunque sea temporalmente, en esta ciudad en la que este combustible representó el año pasado el 37% de su actividad económica.
Una tormenta perfecta de circunstancias ―un aumento de la producción industrial tras la pandemia, una estructura de precios que hacía antieconómico generar y distribuir electricidad, incluso unas condiciones meteorológicas extremas en la poblada región sur que dispararon la demanda de aire acondicionado― provocó entre septiembre y octubre escasez de energía en 16 provincias. Como consecuencia, numerosas fábricas vieron racionado el suministro de electricidad; los cortes de luz llegaron a áreas residenciales en ciudades del noreste del país.
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Ante la perspectiva, la Comisión Nacional de Reforma y Desarrollo, el órgano de planificación económica de China, dio orden de aumentar la producción de carbón, el ingrediente principal en la cesta energética del país (un 56%, el doble de la media mundial) y alimento por excelencia de las centrales eléctricas nacionales (el 65%).
Desde entonces, Datong ―como otros centros mineros de las provincias de Shanxi, Shaanxi y Mongolia Interior, el corazón carbonífero de China― no da abasto. Según los datos de la comisión, la producción diaria ha superado los 11,5 millones de toneladas (1,1 millones más que la media a finales de septiembre) y esta semana las reservas de las centrales superan los 110 millones de toneladas, equivalentes al consumo de 20 días. Los precios del combustible han comenzado a descender de los niveles estratosféricos en los que se habían situado.
Si la situación ha supuesto un impulso para Datong, también ha puesto de manifiesto el dilema en el que se encuentra China, el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo con un 27% del total global: su dependencia del carbón, frente al objetivo del presidente Xi Jinping de lograr una “civilización ecológica”. O la necesidad de continuar el desarrollo de su economía con un PIB per cápita que se encuentra aún muy lejos del de las naciones más prósperas, y, a la vez, cumplir sus compromisos contra el cambio climático: alcanzar el pico de emisiones antes de 2030, y la neutralidad de carbono para 2060.
Un dilema en el que este actor imprescindible en la lucha contra el calentamiento global ha lanzado importantes envites, incluido el anuncio de Xi en septiembre ante la Asamblea General de la ONU de que Pekín dejaría de financiar plantas eléctricas de carbón fuera de China. Pero que también ha decepcionado en ocasiones a quienes esperaban más del gigante. Xi no ha viajado a Glasgow para participar en la COP26, aparentemente por temor a la pandemia de covid, y formuló su discurso por escrito.
Los objetivos nacionales contra el cambio climático, que Pekín publicó apenas tres días antes de que se abriera la reunión en Escocia, evitaban adelantar a 2025 la fecha para llegar al pico de emisiones, como reclamaban expertos y organizaciones ecologistas. Únicamente reiteraban lo ya conocido, que implica, además de alcanzar el pico de emisiones antes de 2030, reducir la intensidad de emisiones de su economía para entonces en un 65% con respecto a los niveles de 2005, que las renovables representen un 25% de su cesta energética para 2030 y aumentar su reforestación.
Li Shuo, de Greenpeace East Asia, declaraba: “La decisión de China sobre sus objetivos nacionales ensombrece el esfuerzo climático global. A la luz de sus incertidumbres económicas internas, el país parece dudar a la hora de comprometerse con unos objetivos más contundentes, y ha perdido una oportunidad para demostrar ambición”.
El aumento de la producción de carbón este octubre ha sido un llover sobre mojado. Pese a que ha ido cerrando minas ineficientes y plantas contaminantes y la proporción del carbón en sus fuentes de energía se ha recortado del 69% de 2010 al 56% actual, entre 2018 y la mitad de 2019 China ha aumentado en 42,9 gigavatios su capacidad de plantas de carbón, mientras el resto del mundo recortaba 8,1 gigavatios. En 2020 añadió 32,4 gigavatios, tres veces lo construido en el resto del mundo ese año. Pekín reconoce que continuará expandiendo su uso de carbón hasta 2025, cuando comenzará a caer.
Según los cálculos de los expertos, para alcanzar la neutralidad en 2060 China tendrá que obtener el 90% de su electricidad de energías renovables hacia 2050, y reducir su consumo de carbón hasta dejarlo solo entre los 400 y los 800 millones de toneladas.
El propio Xi ha puesto la lucha contra el cambio climático entre las grandes prioridades del país. Entre sus lemas más repetidos se encuentra “montañas verdes y ríos azules son una gran riqueza”. Fue una sorpresa, incluso para funcionarios de su propio Gobierno, que fuera él mismo quien adelantara ante la ONU el año pasado la meta de descarbonización para 2060 y prometiera una “revolución verde”, lo que pone de relieve hasta qué punto es un objetivo oficial. Y sucesos como las inundaciones este verano en Henan, en el centro de China, las mayores en más de un siglo y que dejaron más de 300 muertos, han terminado de dejar claro a las autoridades centrales, y a muchos residentes urbanos, lo que está en juego.
Las proyecciones del Gobierno chino apuntan a que, de no actuar, la subida del nivel del mar amenazaría algunas de las principales ciudades del país, incluidas Shanghái y Hong Kong. El deshielo de los glaciares en el Himalaya pondría en peligro el suministro de agua en el oeste de China. Además de que el aumento de las sequías, olas de calor y lluvias torrenciales perjudicaría las cosechas y, con ello, la seguridad alimentaria, una de las obsesiones de Pekín.
“El compromiso de Xi con la neutralidad de carbono no es negociable”, apunta el laboratorio de ideas Asia Society. “La cuestión no es la voluntad, sino si habrá suficiente tiempo y espacio político para llegar a la neutralidad”.
En un sentido similar se expresa Janz Chiang, de la consultora Trivium: “China está completamente comprometida con sus metas”, sostiene, “pero avanzará hacia ellas de la manera que le parezca conveniente. Pekín quiere una descarbonización “que no perjudique la seguridad energética ―que forma parte de su seguridad nacional―, o desestabilice mercados clave. En el próximo par de décadas no vamos a ver un proceso agresivo, sino una sustitución gradual de los combustibles fósiles por los no fósiles. No se va a sacrificar la seguridad energética por la descarbonización, ni la descarbonización por la seguridad energética”.
Entre los avances se encuentra la previsión de que para 2030 los combustibles no fósiles representen el 25% del total de la energía, en vez del 11% actual. A finales del año pasado su capacidad eólica y solar llegaba a los 534 gigavatios, según la Administración Nacional de Energía. Dentro de nueve años alcanzará los 1.200, según ha declarado Xi, que promete un desarrollo “vigoroso” del sector.
La diversificación ha llegado también a Datong. La tradicional capital del carbón, consciente de que su producto tiene los años contados, intenta reconvertirse. En torno a sus colinas de vetas negruzcas brillan ahora centenares de paneles solares: la base Datong Solar Power Top Runner, con 1,1 gigavatios, es ya la tercera de todo el país por capacidad instalada.
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