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columna
Tribuna
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Síndrome de las impostoras al poder

No necesitan cambiar o mejorar nada en sí mismas, al contrario, están aquí para ayudarnos a cambiar las reglas del juego y del trabajo

Una mujer trabaja desde su casa.
Una mujer trabaja desde su casa.
Nuria Labari

“Hoy he soñado con que iba por fin a la mesa redonda y cuando llegaba el momento no sabía nada sobre nada y no podía hablar. Me siento tan insegura que creo que no tengo pensamientos dentro, que no sé nada acerca de nada”. Esto decía la voz rota de mi amiga en un audio de WhatsApp. 36 años. Autónoma, emprendedora. La empresa que ella sola ha puesto en pie duplicó facturación durante la pandemia. El mercado la reconoce, a ella le cuesta reconocerse en él.

La primera vez que me propusieron escribir en este espacio pensé que no sería capaz, que no tenía ninguna cosa que decir. Una ola de inseguridad justo cuando aparece una buena oportunidad. El terror de ser señalada como una cáscara vacía. El miedo a veces es tan grande que termina en ansiedad. Entonces llamas a una amiga y te dice que no te boicotees, que no nos boicoteemos más. Se supone que el síndrome de la impostora es un problema de falta de autoestima y confianza para desarrollar puestos en espacios tradicionalmente masculinos, que se suple con exceso de presión y carga de trabajo. En resumen: es un problema de las mujeres que debemos resolver con más confianza en nosotras mismas.

“Pese a la historia innegable que tenemos, hay que creérselo, hacerse fuerte y verse capaz”. Ahora la que habla es Nadia de Santiago. Actriz, 31 años, cocreadora, coguionista y protagonista de El tiempo que te doy, una serie que acaba de estrenar Netflix y está ya entre lo más visto en España. Nadia habla segura de sí en una entrevista a SModa. ¿No ha sentido entonces el síndrome de la impostora?, pregunta Clara Ferrero, su entrevistadora. “Uy sí, sí, eso sí. Lo estoy sintiendo ahora. Cuando tengo que explicar cómo he escrito la serie es como si no fuera conmigo. Me cuesta ponerme en esa postura de creadora”.

La obra de Nadia es profunda y sutil, una mirada íntima sobre el amor y el paso del tiempo. Creo que es imposible mantener la tensión entre lo íntimo y lo social (tensión que tiene mucho que ver con el amor) y no sentir que el éxito o la creación misma son una máscara. El “creador” se nos ha contado como una suerte de Dios arbitrario, pero quizás en toda obra donde haya espacio para la ambivalencia se precise también de una profunda inseguridad. No se puede caminar sobre el filo de una navaja con pasos rotundos. Agradezco pues que Nadia se sienta impostora, que se atreva a recorrer el filo, que use todas sus caras y todas sus máscaras. A lo mejor toda creación es un acto de impostura. ¿Y qué si es así?

“Yo se lo digo a mis hijas porque creo que es hereditario, se trasmite de una generación de mujeres a otra”, me explica una amiga. Directiva de una gran aseguradora, 55 años. Se divorció, cambió de ciudad sola con dos hijas a su cargo y triunfó en su trabajo al mismo tiempo. “Entonces a mis éxitos los llamaba aciertos. Cuando me felicitaban siempre quitaba importancia dando mil explicaciones externas, se han alineado los astros, decía. Lo peor es que mis compañeros (el 90% eran hombres) terminaron creyendo que lo mío era buena estrella y lo suyo talento. No me costó mucho convencerles de eso”.

Se supone que es propio de esta “falta de confianza típicamente femenina” pensar que tus éxitos no te pertenecen en exclusiva sino que son fruto del azar, de la ayuda de otros o de condiciones externas. Pienso entonces que el síndrome de la impostora es realmente saludable pues de hecho no existe ningún éxito que sea estrictamente individual por más que la cultura laboral esté anclada en valores como la competitividad, la ambición o el éxito personal, muy por encima de cualquier logro colectivo. Celebro pues que haya directivas íntimamente convencidas (de boquilla no vale) de que sus logros no son solo suyos. Y no me extraña que sean mayoritariamente mujeres puesto que los anteriores son valores tradicionalmente masculinos.

Ahora estoy en la fiesta del séptimo aniversario de la editorial Círculo de Tiza. Eva Serrano, editora y creadora del sello, arranca su discurso: “Siete años después os miro y me cuesta entender cómo pudisteis confiar en esta mujer de mediana edad que tiende a hablar demasiado”. Esta vez la inseguridad amadrina un proyecto basado en la intuición que es capaz de durar en el tiempo. Mientras habla Eva, observo que ha venido a la fiesta una de las profesionales que más admiro en el sector del periodismo digital. En algún momento consigo acercarme a ella y entablar conversación. Tiene 38 años y ocupa un puesto de alta dirección. Me encanta escucharla. Tiene claras las prioridades a la hora de contar y compartir historias, conoce los medios para hacerlo y el modelo de negocio a aplicar. Es brillante y, al mismo tiempo, la antítesis del viejo gurú, firme pero sutil. Contagia posibilidades y deseos. Bebemos juntas una copa, brindo por su éxito. “La verdad es que haber crecido tanto tan rápido da vértigo”, confiesa. “Es difícil escapar del síndrome de la impostora. Estamos tratando con un universo muy complejo donde siempre hay cosas que no dominas. Últimamente me planteo estudiar un MBA para completar mi perfil en la parte estrictamente económica”, continúa. A mí me resulta evidente que esta mujer está en el momento de la acción y me cuesta imaginarla sentada detrás de un pupitre. De hecho, sospecho que acabará pasando del MBA. Sin embargo, quienes trabajen a su lado van a sentir que ella no cree saberlo todo. Ahora la admiro un poco más.

El mencionado síndrome no es exclusivo de las mujeres, también lo tienen algunos hombres, aunque son menos quienes lo expresan públicamente. Howard Schultz, CEO de Starbucks, habló de su inseguridad en una entrevista a The New York Times. Michelle Obama, Simone Veil, Sheryl Sandberg (número dos de Facebook), Margaret Atwood, Meryl Streep y muchísimas más también lo han hecho. La diferencia es tan grande que ahora es un síndrome con género, típicamente femenino. Es evidente que son muchas más las mujeres que padecen y expresan abiertamente sus inseguridades aun cuando tienen reconocimiento o poder. Y cada vez que lo hacen ayudan a visibilizar que el éxito es una impostura, que siempre hay algo de suerte, algo compartido con otros invisibles, además de mucho trabajo y aprendizaje. No creo que haya que hablar de ningún síndrome, a lo mejor es un don. Las impostoras no necesitan cambiar o mejorar nada en sí mismas, al contrario, están aquí para ayudarnos a cambiar las reglas del juego y del trabajo.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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