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Mujeres que creen que no están a la altura. Es el ‘síndrome de la impostora’

Ellas tienden a infravalorar sus logros y sus capacidades y a decir que no cuando se les ofrecen espacios de representación. Muchas se autoexcluyen y dejan de ocupar espacios que podrían corresponderles

Michelle Obama, en Nueva Delhi, con niñas participantes en su proyecto Dejemos que las Niñas Aprendan, en 2010.
Michelle Obama, en Nueva Delhi, con niñas participantes en su proyecto Dejemos que las Niñas Aprendan, en 2010.Chuck Kennedy

La última vez que la psicoterapeuta Anne de Montarlot se sintió paralizada por el síndrome de la impostora fue precisamente cuando se puso a redactar, junto a la periodista Élisabeth Cadoche, un libro titulado El síndrome de la impostora, que acaba de publicar en España la editorial Península. “Aunque tengo mucha experiencia y habíamos hecho más de 100 entrevistas sobre el tema y mucha investigación, de pronto empecé a cuestionarme mi habilidad para escribir este libro. Menos mal que lo hablamos entre las dos y pude sobreponerme”, reflexiona.

A la hora de buscar testimonios para este reportaje, surgió varias veces la misma respuesta: “Claro que sufro síndrome de la impostora, pero no sé si soy la persona más indicada para hablar. Seguro que otra persona puede hacerlo mejor”. Lo dijeron mujeres de ámbitos profesionales muy distintos y de edades diversas, en línea con la tesis principal del libro de Cadoche y Montarlot, que sostiene que esa sensación de inadecuación perpetua, de sentirse poco preparado para asumir una responsabilidad del tipo que sea, es femenina y transversal. “Cuando una mujer falla en algo piensa que no vale y, si triunfa, piensa que ha tenido suerte. Cuando los hombres fracasan, en cambio, tienen lista una excusa, ya sea que el jefe era duro o que hay una crisis mundial. Los hombres externalizan el fracaso y las mujeres externalizan el éxito”, resume Cadoche por videoconferencia.

El concepto lo acuñaron dos psicólogas clínicas estadounidenses en 1978. Pauline Rose Clance y Suzanne Imes condensaron la idea de que, a pesar de acumular logros académicos y profesionales, las mujeres persisten en creer que en realidad no son tan brillantes y que se las han arreglado para engañar a quienes creen lo contrario. Más tarde, autoras como Jessamy Hibberd y Valerie Young terminaron de definir el concepto. Hibberd incidió en la diferencia entre la falta de confianza en uno mismo y el síndrome del impostor —para quien padece el segundo, escribió, “la caída es inevitable. En cuanto alcance su objetivo, infravalorará su éxito”—. El síndrome es sistémico, opinan varias expertas, forma parte del andamiaje patriarcal: se condiciona a las mujeres con la socialización —se espera de ellas menos agresividad y una ambición menos obvia— y a su vez no se encuentran representadas en ámbitos de poder.

Una consecuencia del síndrome es que las mujeres se autoexcluyan y dejen de ocupar espacios que podrían corresponderles. Carlos Orquín ha sido productor en varias etapas en programas de Radio Barcelona. Uno de sus cometidos es encontrar participantes en los debates. Quiere hacer tertulias paritarias, pero no le salen los números. Cuando llama a hombres, casi el 100% dice que sí. Ellas contestan que se ven capacitadas para hablar del área en la que son expertas, pero no de abordar cualquier tema de actualidad que surja, como se exige en las tertulias generalistas. “Se exige sentar cátedra, imponer tu visión de cómo deberían ser las cosas, y los hombres están más acostumbrados a hacerlo”, opina.

Laura Gómez es una de esas mujeres que han dicho muchas veces “no”. Gestora de redes, videojugadora y experta en videojuegos, suele rechazar ir a encuentros de su ramo, entrevistas y presentaciones de libros colectivos en los que participa. “El sentimiento de no estar lo suficientemente preparada es una de las razones por las que abandoné el sector de los videojuegos. En esferas masculinizadas, la sensación de no ser suficiente se multiplica por mil: a las mujeres nos exigen el triple de rendimiento y el triple de maestría. Se nos exige ser pioneras y excelentes para ganarnos el estatus de iguales”, dice.

A la productora de cine Esther Fernández le ofrecieron dar clases en la escuela en la que ella misma estudió, la ESCAC. Aceptó, pero entró en pánico. “Tenía insomnio, sudores. Me inventé una excusa para que pasaran mis clases al siguiente semestre. Sentía que no tenía nada que ofrecer porque no había producido películas de 30 millones de euros. Al final tuve que hablar con un coach para que me ayudara a procesarlo y poder hacerlo”. En cambio, Esther Lozano, cazatalentos de Zinettica, empresa que selecciona candidatos para puestos directivos que suelen superar los 100.000 euros de sueldo, no suele encontrarse con mujeres que se autoexcluyan de los procesos de selección. “Otra cosa es que te puedan verbalizar dudas cuando te piden consejo en privado, pero cuando contactamos a mujeres para puestos importantes, siempre expresan de manera muy clara que se sienten capaces”. En los últimos dos años, dice, ha encontrado trabajo a 56 altos cargos, 27 de ellos mujeres. Según Cadoche, se debe a que las mujeres con el síndrome ni siquiera llegan a estar en ese proceso. “Piensan: ‘Piden seis requisitos y solo cumplo cinco. No hablo noruego fluido’.

Cadoche y Montarlot incluyen en su libro citas de la exministra de Sanidad y filósofa francesa Simone Veil —convencida de que cualquier día la echarían del Gobierno (“Voy a cometer un gran error y me enviarán de vuelta a la magistratura”)—, Michelle Obama o Sheryl Sandberg, número dos de Facebook y autora de Vayamos adelante (Conecta, 2013), considerado el manifiesto fundacional de la rama más corporativa y liberal del feminismo en la pasada década. La ex canciller alemana Angela Merkel, la actriz Meryl Streep y la escritora Margaret Atwood también confiesan haberse sentido impostoras. Para las autoras de El síndrome de la impostora, ese fue un punto de partida: si hasta ellas se habían llegado a sentir en ocasiones un fraude, qué no pensarán las demás.

Existen, sin embargo, voces que cuestionan el énfasis en esta cuestión. “El síndrome de la impostora dirige nuestra mirada a las mujeres, en lugar de centrarse en arreglar los lugares de trabajo”, argumentan las activistas y periodistas Ruchika Tulshyan y Jodi-Ann en un artículo de febrero en la revista Harvard Business Review. El denominado síndrome, sostienen, no es una especie de patología psicológica: se debe a que el sistema está diseñado para excluir a las mujeres, sobre todo si no son blancas, de clase media y de capacidades estándar, y se diagnostica especialmente en entornos tóxicos que valoran el individualismo por encima de los logros colectivos.

Esforzarse para superar el complejo, argumenta Christine Bard, especialista en historia de los feminismos, no debería ser una tarea más en la larga lista de cosas por hacer que suelen arrastrar las mujeres. “Ellas no solo sufren discriminación, sino que las culpamos al insinuar que, si tuvieran más arrojo y confianza en sí mismas, no tendrían estos problemas”. Quizá es el sistema, concluye, el que necesita coaching.


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