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COLUMNA
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Las naciones no existen

Nacida de la opresión, se afirma en la negación de la nación más próxima y revive cuando alguien pretende liquidarla

La Diada
Manifestación independentista de la ANC y Omnium Cultural en Barcelona el pasado 11 de septiembre durante la Diada de Cataluña.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)
Lluís Bassets

Cuando nadie use la palabra, todavía resonará la pregunta. No tiene respuesta, porque en la duda radica hoy la formulación de su propia existencia. Como si fuera una cuestión teológica, entre la fe y el descreimiento.

¿Qué es una nación? Solo hay una respuesta sólida cuando alguien pone en duda su existencia, como ha hecho Emmanuel Macron respecto a la Argelia de los tiempos anteriores a la Colonia francesa. Solo a los dioses les es dado tan precaria e inasible forma de vida, susceptible ante todas las dudas, pero enraizada en los corazones por una fe dogmática y expresada públicamente en el fervor de los símbolos, banderas, himnos y monumentos.

¿Nación política? En tal formulación se materializa la única existencia objetiva que pueda tener tan evanescente idea. Para cubrir el libre pacto entre ciudadanos conformes en la aceptación de una ley común que les constituye como comunidad humana. No necesitan nada más, ni origen, ni religión, ni lengua compartida, solo un territorio donde vivir y unas reglas aceptadas por todos.

Pocas son, quizás ninguna, las que se resignan a tal estatuto, tan libre. Quizás menos todavía las que lo alcanzan, precisamente porque es el de la libertad. Todas quieren solidificar su vida colectiva en las emociones y los sentimientos, especialmente el de identidad, con frecuencia sublimado como una existencia gloriosa, excepcional y única, superior incluso a cualquier otra. Somos distintos y mejores. Tenemos más derechos. El humilde patriotismo ciudadano y republicano queda relegado por los instintos de exclusión y de supremacismo. No hay nación que se afirme como tal sin negar a otra, con frecuencia la más próxima y vecina.

Esa idea tiene poco más de dos siglos, pero parece eterna, fijada en los cielos como si fuera un dios, quizás porque las naciones se cuentan entre los últimos dioses. Todas están inscritas en un eterno existir orientado por las estrellas: Argelia, Francia, Rusia, Estados Unidos, España, Cataluña… Quien lo dude insulta a la nación y a sus nacionales. Nacidas de la opresión y de la negación, reviven cada vez que alguien quiere liquidarlas.

Todas se declaran en crisis y viven una agonía, como si estuvieran al borde de la muerte. Superadas por la vida, que desborda la idea de plenitud soberana, y convierte en ridículo el ensueño de una existencia eterna e inmutable inscrita en el mito y no en la historia, incluso las más perfectas añoran los viejos tiempos y se saben enfermas de la soberanía que pierden como el aceite de un motor averiado.

Formular la pregunta, dudar de su existencia, requiere un cierto coraje o una cierta desvergüenza cuando se tiene la máxima responsabilidad de gobierno de una de ellas, nada menos que Francia, la Grande Nation, modelo de nación e inventora de la idea. Quien osa sabe que le espera la jauría, azuzada por los resentimientos que suscitan los ídolos caídos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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