Guerras de memorias
El revisionismo ‘etnicista’ de la historia promovido por la ultraderecha, que equipara las víctimas de los dos bandos de la contienda civil y la dictadura, no tardará en intentar colarse en los manuales de secundaria
Asimilar la historia del siglo XX y llegar a un acuerdo sobre ella ha sido una tarea muy complicada en la mayoría de los países europeos. Las dos guerras mundiales se recuerdan de forma diferente en varios países europeos. Lo que se celebra en algunos como ejemplos de heroísmo se percibe en otros como acciones criminales. Los intentos por mostrar una historia compartida europea, necesaria para legitimar la integración, contrastan con las memorias de cada Estado en particular en ese pasado común.
La memoria colectiva de las diferentes sociedades está muy conectada a las perspectivas nacionales expresadas en tradiciones y transmitidas con la ayuda de legados culturales. Y el legado cultural de cada nación europea está lleno de objetos simbólicos que transmiten conocimiento a las nuevas generaciones sobre conflictos pasados con otros Estados. Por eso es tan importante estudiar las formas e instrumentos de sus recuerdos y construcciones de las memorias. Esas “prácticas de recuerdo” y “teatros de la memoria”, como los denominó Jay Winter hace tiempo, ayudan a comprender, según ese historiador, “cómo las sociedades crean sus héroes y deciden quiénes son las víctimas o los culpables”.
El primer gran acontecimiento histórico del siglo XX que generó un aluvión de prácticas de recuerdo y conmemoración fue la I Guerra Mundial. Los contemporáneos se refirieron a ella como la Gran Guerra porque implicó a muchos más países y combatientes que las anteriores guerras decimonónicas de liberación o unificación. Como millones de padres, hermanos e hijos murieron o fueron heridos, mientras que muchos de sus cuerpos nunca aparecieron, perdidos en lugares desconocidos, en muchos pueblos y ciudades se construyeron monumentos por los caídos, lugares de recuerdo patriótico.
Ante los cuerpos ausentes, las decenas de miles de desaparecidos nunca encontrados, los nombres servían parar estimular el recuerdo. En Francia, Bélgica, Alemania y Reino Unido, las listas de los muertos se pusieron en placas en las estaciones de tren, en parques, escuelas y lugares públicos. En otros países de Europa del Este, sin embargo, sacudidos por trastornos revolucionarios y la destrucción de las estructuras políticas tradicionales, los muertos fueron olvidados.
La revolución bolchevique, el paramilitarismo, los fascismos, las dictaduras y la II Guerra Mundial introdujeron nuevos conflictos y nuevas representaciones, invenciones y apropiaciones del pasado. Casi todos los países del continente —excepto Portugal, Suiza y Suecia— sufrieron derrotas y ocupaciones, con episodios de colaboración, resistencia y políticas de exterminio. Diferentes naciones y grupos pugnaron por demostrar quiénes eran víctimas o verdugos.
Los antagonismos sacaron a la luz estrategias de reacción, una rivalidad entre dos grandes paradigmas de memoria, con diferentes ramificaciones: el Holocausto y las víctimas del comunismo. Pero eso no ocurrió de forma inmediata y hubo que esperar varias décadas. Las memorias se cruzaron, tomaron múltiples direcciones. Y varios autores comenzaron a utilizar el término “guerras de memorias” para definir lo que apareció, y sigue estando presente, en sociedades marcadas con cicatrices por guerras civiles, genocidios y autoritarismos.
Después de 1945, en la posguerra, el pacto de silencio se convirtió en una estrategia de la política europea y fue ampliamente adoptada durante el período de Guerra Fría, cuando muchas cosas tenían que olvidarse para consolidar la nueva alianza militar frente al bloque comunista. El término fue utilizado en 1983 por Hermann Lübbe, en una descripción retrospectiva, para mostrar que mantener silencio fue una “estrategia pragmática necesaria” adoptada en la posguerra en Alemania, y apoyada por los aliados, para facilitar la reconstrucción y la integración de los antiguos nazis.
Desde 1945 hasta la mitad de la década de los sesenta, la historia de la primera mitad del siglo XX, y sobre todo la de los años de la II Guerra Mundial, se difuminó, adaptándola a una amnesia colectiva, en la que los ciudadanos olvidaban lo que ellos o sus padres habían hecho, lo que habían visto o lo que sabían.
Tras un período en el que la guerra y sus terrores parecían hundirse en el olvido, generaciones más jóvenes comenzaron a preguntarse en Alemania, Francia o Italia, desde mediados de los años sesenta, qué había pasado durante la guerra y la posguerra.
Desde 1989 la apertura de archivos en Europa del Este desafió también algunas de las construcciones de la memoria y al recuerdo del Holocausto se sumó el del sufrimiento bajo el comunismo. Los temas de retribución y justicia se plantearon además en Sudáfrica y en los países del Cono Sur, donde las comisiones de la verdad y los informes sobre violaciones de los derechos humanos tuvieron, tras la caída de las dictaduras, un carácter fundacional para la reconstrucción de la democracia y de la memoria colectiva. Cómo adaptar las memorias a la historia y la gestión pública del pasado se convirtieron en asuntos relevantes en la última década del siglo XX y en la primera del XXI.
Desde finales de los años ochenta, la memoria del Holocausto, con Auschwitz como lugar icónico, surgió como el modelo de referencia. Sin embargo, la internacionalización de ese modelo para comprender la violencia moderna y la insistencia en el carácter único del genocidio de los judíos, el espejo frente al que todas las demás víctimas deberían mirarse, provocó diferentes reacciones y oposición. En algunos países de Europa del Este, tras el derrumbe de la Unión Soviética, ese modelo se percibió como una “forma occidental de imperialismo cultural” que ignoraba a las víctimas de la ocupación comunista.
Diferentes voces revisionistas comenzaron a argumentar que Stalin tenía tanta culpa y responsabilidad como Hitler en provocar el inicio de la II Guerra Mundial. La publicación del Libro negro del comunismo en 1997 trataba de probar que el comunismo era peor que el nazismo. El término “trauma colectivo” se utilizó para meter en el mismo saco a todas las formas de sufrimiento, para igualar a todas las víctimas. En el análisis histórico no puede cancelarse una forma de terror invocando a otra, pero eso es lo que se hizo, por ejemplo, en Alemania en los años cincuenta comparando el sufrimiento de los niños del Holocausto con los de las familias alemanas. O más tarde, en años recientes, en España, interpretando la Guerra Civil como una especie de locura colectiva, con crímenes reprobables en los dos bandos, y olvidando todos los cometidos en las casi cuatro décadas de la dictadura de Franco, una continuación, en realidad, de la violencia puesta en marcha con el golpe de Estado de julio de 1936.
Los relatos y las memorias de la Guerra Civil y de la dictadura se han manifestado en España en un campo de batalla cultural y político, de apropiación de símbolos, con disputas sobre calles, memoriales y monumentos, con el Valle de los Caídos y la exhumación de Franco, hecha realidad el 24 de octubre de 2019, en el centro de la disputa. Franco estuvo allí 44 años, como símbolo poderoso e intacto de la interpretación de los vencedores de la Guerra Civil y de la dictadura.
Lo que aparece ahora con fuerza es la revisión ultraderechista de ese pasado, una forma extrema de nacionalismo etnicista y anticomunista que llega en algunos países, y no tardará en pedirse en España, a los nuevos manuales de historia para los centros de secundaria. Son los ecos de pasados fracturados y memorias cruzadas en un presente dividido.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y profesor visitante en la Central European University de Viena.
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