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Columna
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Más dura será la caída

Debe asumirse ya que la vía impulsada por Llarena ha sido, como la independentista, impugnada de manera sostenida

Jordi Amat
Carles Puigdemont
Concentración en las proximidades del consulado Italiano en Barcelona, en protesta por la detención de Carles Puigdemont en Cerdeña.Albert Garcia (EL PAÍS)
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A la hora de enfrentarse al desafío unilateral planteado por la Generalitat en 2017, pueril y antidemocrático, el Ejecutivo presidido por Mariano Rajoy colapsó. Llegó tarde y llegó mal. Su ineptitud a la hora de canalizar una situación que llevaba años degradándose a la vista de todos, permitió que durante unas horas se crease un vacío de poder en Cataluña al tiempo que la noción hegemónica de nación española era problematizada como no lo había sido a lo largo de todo el período democrático. Contra ese momento insurreccional, como salvaguarda agónica, salió del armario el nacionalismo rancio y reaccionó parte de la elite del poder judicial encabezada por el fiscal general del Estado.

El espíritu de su respuesta quedó sintetizado en el título del documento que el fiscal José Miguel de la Rosa creó para redactar la nota de prensa que José Manuel Maza leyó al anunciar las querellas por rebelión interpuestas ante el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional: Más dura será la caída. Esa respuesta fue desmesurada y contraproducente, algo que siguen sin asumir quienes se excedieron entonces para tapar sus vergüenzas. Pero que así fue no lo demuestra solo que hoy, después de los indultos, la soga penal siga obstaculizando la normalización política en Cataluña —necesaria para los tibios que queremos normalidad, ya me perdonarán—. Es que desde hace tres años esa vía va dejando en evidencia a España en el contexto europeo.

Allí apenas nadie aprueba la vía que siguió el independentismo, y el sector menos fanatizado de ese mundo ha ido elaborando su autocrítica desde 2018. Pero debe asumirse ya, cuanto antes mejor, que la vía impulsada por el juez Llarena también ha sido impugnada de manera sostenida, y a pesar de ello aquí no se ha producido una revisión en paralelo de los errores cometidos. Al contrario. Antes de revisar la posición —judicial y política, periodística e intelectual—, la trinchera. Que nadie se mueva y ni una alternativa. Por eso el último caso, el de L’Alguer, ya ha tenido algo de déjà vu. Si hace tres años, después de la detención de Carles Puigdemont en Alemania tras ser vigilado por el CNI, Jorge Bustos jaleaba al “Llarena solitario”, este viernes a primera hora era Rubén Amón quién escribía que “Llarena capturó al miserable”. Y en los dos casos, a pesar del brindis en la taberna, la justicia decidió no extraditar.

Pasan los años y la vía Llarena, de Escocia a Bruselas, pasando por Suiza o el Consejo de Europa, se va enredando más y más y lía más que soluciona. Ejemplo práctico. La Abogacía del Estado informó al Tribunal General de Justicia de la Unión Europea que la eurorden se suspendía, una decisión que correspondía a Llarena y a la que él no estaba vinculado por una alegación que no era suya, y que no suspendió. Y activada la detención el Supremo mandó unos documentos al juez italiano, que optó por considerar el auto del TGUE. Lo que ha provocado que la justicia española quedase en evidencia, se creasen las condiciones para el debilitamiento de la confianza entre Estados y, matando tres pájaros de un tiro, el mito de la confrontación volviese al centro de la política catalana.

Ante este panorama, repetido una y otra vez, una posibilidad es enrocarse en la misma vía frustrada, autosugestionándose para acabar creyendo que la democracia termina en los Pirineos. Vistas así las cosas es normal que cualquier iniciativa para modificar esta dinámica sea atacada como un delito de lesa patria o que la mesa de diálogo entre gobiernos sea caracterizada como la mesa de la infamia, para decirlo con la expresión de Pablo Casado en la última sesión de control en el Congreso. Pero tal vez no deba descartarse que tanta contundencia verbal hueca, en realidad, oculte algo incluso más duro: la toma de conciencia de que, después del despropósito, ya va siendo hora de explorar una vía de normalización mesurada y productiva.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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